«Este fundador de la congregación de las Esclavas del Divino Corazón,
gran jurista, fue aclamado abogado de los pobres y arzobispo mendigo
por su acción a favor de los desfavorecidos por los que se desvivió y
pidió limosna»
Retablo cerámico del Beato Marcelo Spínola (1835-1906), que fue cardenal y arzobispo de Sevilla. |
(ZENIT – Madrid).- Nació en San Fernando, Cádiz,
España, el 14 de enero de 1835. Su padre, el marqués de Spínola, era un
ilustre oficial de la Marina. Pero él orientó su vida profesional
licenciándose en derecho en la universidad de Sevilla el año 1856.
Incluso abrió su propio despacho en Huelva durante un tiempo, poniendo
su buenos oficios al servicio de los necesitados, a los que prestaba
ayuda desinteresadamente. De ahí el apodo que le dieron: «el abogado de
los pobres». Desde su más tierna infancia había experimentado una
singular devoción por el Sagrado Corazón de Jesús, y los talentos que
Dios le había otorgado estaban a merced de todos. Cuando su padre tomó
posesión de la plaza de Sanlúcar de Barrameda como comandante de Marina,
Marcelo lo siguió. Había crecido en las ciudades de Motril, Valencia,
Huelva, Sevilla y Sanlúcar. A ellas añadiría nuevos destinos. Era la
vida itinerante de un hijo de militar, de un hombre bueno, afable,
humilde y alegre, que conservaba estampas de las gentes sencillas a las
que fue conociendo y supo ganarse con su generosidad y simpatía.
Ya tenía cierta edad cuando sintió la llamada al sacerdocio y
enseguida dio un sí a Cristo. Cursó estudios eclesiásticos en el
seminario de Sevilla y fue ordenado sacerdote en 1864. Su primera misa
la celebró en la iglesia de San Felipe Neri. Después, le encomendaron la
capellanía de la iglesia de la Merced, de Sanlúcar. Vinculado a las
cofradías, se integró en la Hermandad de San Pedro y Pan de los Pobres,
hasta que en 1871 el cardenal de la Lastra y Cuesta le confió la
parroquia de San Lorenzo de Sevilla. En esta ciudad se incorporó a la
Hermandad del Gran Poder, de la que fue mayordomo y director espiritual,
así como a la Hermandad de la Soledad. Fue en esta parroquia cuando en
1874 conoció en el confesionario a la recién enviudada Celia Méndez, con
la que tiempo después habría de poner en marcha la fundación de las
Esclavas.
En 1879 fue nombrado canónigo de la catedral de Sevilla por el
arzobispo Lluch, y en 1881 designado obispo auxiliar de la diócesis
hispalense. En 1884 su fecunda labor pastoral ya había traspasado las
fronteras, y León XIII lo nombró obispo de Coria, Cáceres. Dos años
escasos fueron suficientes para dejar impreso su sello apostólico. Allí
fundó en 1885 la congregación de las Esclavas del Divino Corazón junto a
la sierva de Dios, Celia Méndez. En 1886 fue trasladado a Málaga
impulsando en la diócesis una acción inolvidable con los desfavorecidos,
a la par que encabezaba una sólida defensa de los derechos de los
trabajadores a través de los medios pastorales que tenía a su alcance.
Juzgó que la Iglesia no había acogido a los pobres, y quiso paliar la
situación. En 1896 regresó a Sevilla, diócesis de la que fue nombrado
arzobispo. Fundó «El Correo de Andalucía», que nació con el objetivo de
«defender la verdad y la justicia». Y cuando la peste asoló la ciudad en
1905, recorrió las calles sevillanas desafiando el sol de justicia del
mes de agosto, pidiendo limosna para los damnificados. Entonces las
gentes acuñaron para él nuevo título: el «arzobispo mendigo». Poco
después, ese mismo año de 1905, san Pío X lo elevó al cardenalato.
Era un hombre piadoso, de intensa oración y mortificación,
extremadamente sensible a las necesidades y al sufrimiento de sus
fieles, y un infatigable apóstol. Hogares, círculos obreros, centros en
los que se daba de comer a quienes lo precisaban, orfanatos, escuelas
nocturnas, creación de la facultad de teología de Sevilla, etc.,
rubrican su impronta. Recorrió todas las diócesis en las que ejerció su
ministerio viajando en un mulo, luchó contra el intento de desplazar la
enseñanza de la religión de los centros públicos siendo senador de
Granada, consoló a los afligidos, y llevó el evangelio por todos los
rincones, predicando y confesando.
Alguna vez se sintió tentado a renunciar al episcopado considerándose
indigno de asumirlo, y fue disuadido de ello. En el centro de su
corazón: la Eucaristía: «La obra maestra del amor de Jesucristo a la
humanidad es la Eucaristía; maravilla que sería increíble si Jesucristo
no amara como Dios». «La Eucaristía se halla a nuestro
alcance. Todos podemos acercarnos a Cristo huésped y conversar con él, y
percibir el calor de su palabra. ¡La palabra! ¡Cómo enardece los
ánimos! ¡Cómo los enardecerá la palabra de Cristo! Todos podemos
llegarnos al altar cuando se inmola y nos grita: Mirad cuánto os he
amado y amo. Y todos podemos sentarnos a su mesa y comer el pan y beber
el vino embriagador de la caridad».
Con clarividencia y profundidad, como santo que era, en una de sus cartas, escribió: «El
sacerdote puede con su palabra imitar, aunque sea de lejos, a Cristo, y
ejecutar las maravillas que hacía con la suya el celestial Maestro;
para que la palabra sacerdotal posea tamaña eficacia es menester que sea
total y verdaderamente divina, lo cual no se verificará cumplidamente,
sino sometiéndose el ministro del Evangelio a un doble procedimiento:
vaciarse de sí y llenarse de Dios». Murió en Sevilla el 19 de enero
de 1906 cuando regresaba de asistir a los esponsales del rey Alfonso
XIII. Juan Pablo II lo beatificó el 29 de marzo de 1987.
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