«Esta sierva de los pobres, fundadora de las Hijas e Hijos de la
Caridad, dejó a un lado su título nobiliario y su gran fortuna. Impulsó
el Instituto canossiano y puso en marcha una fructífera cadena de
acciones caritativo sociales»
Santa Magdalena de Canossa - Wikipedia
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(ZENIT – Madrid).- «Hacer que Jesús sea conocido y
amado». ¡Qué otra aspiración ha guiado a los santos que no sea ésta!
Magdalena lo expresó así. Pero, al igual que ella, otros muchos
demostraron sobradamente que ese era su único objetivo. La santa forma
parte del selecto grupo de elegidos que tuvieron el mundo a sus pies y
estando en posesión de cuantiosos bienes se desprendieron de ellos.
Eligieron las austeridades para imitar a Cristo y ponerse a la altura de
los desfavorecidos. Una decisión que no es usual, y menos aún a cierta
edad, ya que con los años es fácil amoldarse a una forma de vida aunque
sea rutinaria, y resulta más costoso emprender nuevos caminos. Magdalena
Gabriela tenía fortuna y un codiciado título nobiliario: marquesa de
Verona, lo cual le hacía acreedora de innumerables prebendas. Se despojó
de todas. Ni siquiera tenían el estatus de fruslerías ante la gloria
que Cristo le ofreció.
Nació en Verona, Italia, el 1 de marzo de 1774. Era la tercera de
seis hermanos. Se ha dicho en incontables ocasiones que el dinero no da
la felicidad. Así es. En este hogar se cumplía el aserto de que no es
oro todo lo que reluce. Magdalena conoció en él los vericuetos del
sufrimiento. Perdió a su padre, sufrió el abandono de la madre que
contrajo nuevas nupcias, y se abatieron sobre ella enfermedad e
incomprensiones. Son los misteriosos caminos de Dios que horada el
corazón de sus dilectos hijos. Adecuarse a la voluntad divina es un acto
de fe. Por lo general, no se comprenden los senderos y hechos que
conducen a la unión con Él. A la santa le costó, pero no eludió el
compromiso al que fue llamada. Y a los 17 años hasta en dos ocasiones
intentó ser carmelita de clausura.
Forzada a regresar a su hogar para administrar la fortuna de la
familia, cuando su tía se hallaba en trance de muerte se ofreció a
adoptar a su pequeño. Las circunstancias histórico-políticas habían
acrecentado el drama de los pobres. La Revolución francesa y la
hegemonía de distintos gobernantes opresores generó un importante cúmulo
de carencias que sepultaban a los débiles. Magdalena, mujer de oración,
vocación y empuje, experimentó una indecible piedad por ellos. Y como
la aflicción es un activo que Dios infunde en el corazón humano, se puso
manos a la obra. En los barrios marginales de Verona penetró la luz
llevada de su ardiente caridad. Palió hambre, falta de afecto, de
formación… Su vida, vertebrada por la Eucaristía, el amor a Cristo
crucificado y a la Virgen Dolorosa, rezumaba virtud. A su respetable
familia le incomodaban sus públicos gestos en favor de los oprimidos.
Pero cuando el amor tiene tal intensidad como el que a ella le animaba
los muros caen derrocados. Y venció toda resistencia iniciando su obra
en 1808.
Se hallaba a la mitad de la treintena cuando dejó la
comodidad de palacio para instalarse en un barrio, el de S. Zeno,
habitado por la miseria. Y con un grupo de mujeres afines puso los
pilares de las Hijas de la Caridad Siervas de los Pobres, inaugurando
con ellas el Instituto canossiano. Las chicas más pobres fueron acogidas
en el monasterio de san José. Abrió varios frentes: escuelas,
residencias para la formación de las docentes, catequesis, asistencia a
pobres y enfermos hospitalizados, así como ejercicios espirituales
dirigidos a mujeres de la nobleza, con la idea de impregnarlas de la fe
involucrándolas en acciones caritativo sociales. Pero era realista.
Escribió a una amiga suya en 1813 y le dijo: «Venecia es la ciudad de
los proyectos (…) son las necesidades que dan la oportunidad de
proyectar, sin luego poder conocer el éxito de los proyectos mismos…».
Guiada por el afán de cumplir la voluntad de Dios
estaba abierta a sus designios. «Me pareció voluntad de Dios que solo
buscara vivir completamente abandonada a su divina voluntad». Esta mujer
que llevó la ternura y la esperanza a los pobres fue, además, una
excepcional formadora. Recta, clara, misericordiosa, con tenacidad y
rigor sostenía la vida espiritual de sus hijas. Las cartas que les
dirigió, al igual que sus Memorias y el diario espiritual, revelan su
grado de santidad. Preocupada y atenta a las necesidades de todas nunca
impuso nada. Haciendo acreedoras de su confianza a las religiosas, con
palpable humildad y espíritu de servicio, solía pedir su juicio ante las
necesidades apostólicas que surgían, seguía con minuciosa atención su
devenir aconsejando el descanso y la visita médica pertinente, si era el
caso, el cuidado responsable de la salud, etc., dejando claro que nada
de ello formaba parte de la periferia de la vida. Pero el meollo de la
misma, y eso jamás lo olvidó, está en la santidad personal. Si todas
eran santas, se convertirían en grandes apóstoles y el carisma no sería
estéril.
«Hija mía querida –decía en una de sus numerosas
cartas–, el Señor te quiere santa y yo también lo deseo, y mi deuda de
madre y de madre que te ama es la de formar en vos la santidad, y ésta
jamás se podrá lograr sin sumisión, obediencia y humildad […]. Para las
obras del Señor, se necesitan humildad, abandono en Dios, olvido del
mundo y despojo universal […]. No te preocupes de las habladurías del
mundo, ni de las felicitaciones, ni de los reproches y atiendas sólo a
santificarte en el ejercicio de la obediencia, de la humildad y de la
búsqueda de Dios…». El auténtico amor a Dios y al género humano solo
podían brotar de la contemplación del Crucificado y de su Madre.
Tenía alma misionera y logró que el Instituto, cuyos miembros se
comprometían con plena disponibilidad a partir donde fuera preciso, se
extendiera por otras ciudades italianas. Tras su muerte sus hijas lo
expandieron por Oriente y América Latina. Cercano su fin, y después de
infructuosas gestiones efectuadas ante Rosmini y Provolo, en 1831 fundó
el Instituto de Hijos de la Caridad que había soñado en 1799. Murió el
10 de abril de 1835. Su obra había sido aprobada en 1828. Pío XII la
beatificó el 7 de diciembre de 1941. Juan Pablo II la canonizó el 2 de
octubre de 1988.
in
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