«La vida de esta beata, tan maltratada por la naturaleza y por su
cercano entorno, brilla en todo su fulgor enseñándonos lo que sucede
cuando el infortunio de nacer malherida se troca en gracia y
misericordia divinas»
Citta' di Castello, tierra natal de la beata Margherita |
(ZENIT – Madrid).- Tan mal considerada fue esta beata en su más
cercano entorno que, exceptuando las humildes personas de bondadoso
corazón que la ayudaron, incluidos los dominicos, durante un tiempo
pocos pudieron entrever la finísima obra de orfebrería que Dios
realizaba en ella cincelando su espíritu con la deslumbrante e
inigualable luz de su belleza. Con el ejemplo de su vida, y las gracias
de las que fue adornada, se asesta un mazazo a los prejuicios, a la fría
conceptualización de una persona por su aspecto externo que, en este
caso concreto, fue acompañada de una falta de piedad inaudita. Porque
Margherita nació en 1287 en el castillo de Metola (perteneciente
entonces a la Massa Trabaria), provincia de Pesaro y Urbino, Italia, con
dolorosas deformidades.
Afectada de ceguera, lisiada –con ostensible cojera y una prominente
joroba– simplemente por su debilidad, y no es poco, debería haber
polarizado en ella toda la ternura de sus padres Parisio y Emilia.
Además, siendo nobles y pudientes podrían haberla colmado de atenciones.
No fue así. Su llegada parecía obedecer a una desgracia más que a una
bendición. Una joven hermosa y saludable habría encajado perfectamente
en tan selecto entorno. Pero no era su caso. Siendo la primogénita, la
pobre criatura defraudó las esperanzas de su padre que hubiera deseado
un varón, y se hizo acreedora de su desdén. La confiaron a una persona
del servicio y fue bautizada por el capellán de la fortaleza con
absoluta discreción, por no decir casi de forma clandestina. No había
lugar para ella en el castillo.
Para mantenerla a resguardo de miradas ajenas, fue recluida en una
celda. Cuando fortuitamente fue descubierta por unos invitados, la
trasladaron a un habitáculo construido en las inmediaciones de la
fortaleza, en una zona boscosa, con un ventanuco para introducir la
comida. Tenía 6 años y sus padres no habían vuelto a verla desde que
nació. Así que la condenaron a vivir en una fría cárcel. ¡Cuánta
desgracia junta! Tan solo el capellán, que le enseñó a orar, pudo
apreciar la inteligencia que le adornaba y cómo iba creciendo
pertrechada en la sabiduría que proviene de la gracia divina.
Nueve años permaneció en tan inhóspito lugar, sola,
contando únicamente con la visita puntual del sacerdote y alguna
esporádica de Emilia. En ese tiempo ya había aprendido a reconocer el
amor de Dios que acoge a sus hijos con infinita misericordia al margen
de defectos y debilidades. En Cristo crucificado halló el modelo a
seguir para abrazarse a la cruz, gozosa de poner a sus pies sus
particulares sufrimientos regados con muchas lágrimas. El estallido de
la guerra obligó a sus padres a aceptarla en la fortaleza, aunque la
trataron como a una prisionera manteniéndola en el sótano en pésimas
condiciones. Confortada por el capellán, soportaba tanta ignominia con
entereza y confianza.
Hacia los 15 años un día fue conducida por sus padres a Città di
Castello para solicitar la mediación de un franciscano, (puede que fuese
el lego fray Giacomo, fallecido poco tiempo antes con fama de santidad,
y ante cuya tumba se produjeron algunos milagros) y lograr su curación.
Para ello hicieron un fatigoso viaje atravesando los Apeninos. Da la
impresión de que buscaban, sobre todo, librarse de tan embarazosa
presencia. Como no obtuvieron lo que deseaban, dejaron a la muchacha en
una iglesia abandonada, a su libre albedrío.
La ceguera del corazón, infinitamente más tenebrosa que la física,
era atuendo de los padres de Margherita. Obviamente, Dios en su infinita
misericordia no iba a desentenderse de esta hija predilecta, tan
cruelmente tratada. Y como hace con todos, de forma especial con los que
están inmersos en el drama del sufrimiento, la bendeciría de forma
singular. Así pues, aunque la joven deambuló llena de angustia como una
vagabunda, mendigos, y luego campesinos de gran corazón, se apiadaron de
ella. Se cumplía su honda impresión de que, aunque sus padres la
desampararon, Dios nunca la abandonaría. Hacia sus 20 años ingresó en un
convento, parece que regido por oblatas, que prescindieron de ella al
no soportar la presencia de tanta virtud en un claustro de costumbres
algo laxas, como era aquél en esos momentos. Para vivir con un santo
hace falta disponerse a la exigente entrega consignada en el evangelio,
de lo contrario se corre el riesgo de sucumbir ante las propias
flaquezas. Es lo que entonces ocurrió.
De nuevo en la calle, Margherita fue acogida por un bondadoso
matrimonio compuesto por Venturino y Grigia. La Orden de predicadores la
aceptó como laica y durante treinta años vistió el hábito de la Tercera
Orden de santo Domingo feliz al poder encarnar la riqueza de este
carisma. Gran penitente, acostumbrada a la austeridad, a las
mortificaciones y a la oración, fue escalando las altas vías de la
contemplación. Con su ejemplo conmovía a la gente que acudía a ella en
busca de consejo. Era especialmente devota de la Sagrada Familia y tuvo
debilidad por los pobres y los enfermos, a los que socorrió junto a los
reclusos y a los moribundos.
Aprendió de memoria el Salterio y solía meditar en el
misterio de la Encarnación. Fue agraciada con éxtasis, junto a los dones
de profecía y milagros. Murió el 13 de abril de 1320. Según parece, en
su corazón encontraron tres perlas que tenían esculpidas respectivamente
las imágenes de Jesús, María y José. Quienes la conocían le habían
escuchado decir en numerosas ocasiones: «¡Oh, si supierais el tesoro que
guardo en mi corazón, os maravillaríais!». Su cuerpo, que se conserva
incorrupto –como se constató al abrir el ataúd para darle nueva
sepultura el 9 de junio de 1558–, se venera bajo el altar mayor de la
basílica de San Domenico en Città di Castello. Pablo V la beatificó el
19 de octubre de 1609. El prelado que se hallaba en Urbino en 1988 la
proclamó patrona de los ciegos para esa diócesis.
in
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