Admirar el pesebre olvidando los crímenes contra los menores sería reducirlo a una linda fábula
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| El Papa en la Navidad del 2013 | 
(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- Con motivo de la fiesta de los Santos
 Inocentes, conmemorada este 28 de diciembre pasado, el papa Francisco 
le escribió una carta a los obispos, en la que señala el dolor por los 
pecados cometido contra los niños, en particular el de abusos realizado 
por sacerdotes.
Pide perdón también por el pecado de omisión de asistencia, de 
ocultar y negar, del abuso de poder. Y exige ‘tolerancia cero’ para que 
esto nunca más vuelva a suceder.
Porque “la alegría cristiana no es una alegría que se construye al 
margen de la realidad” sino “nace de una llamada –la misma que tuvo san 
José– a tomar y cuidar la vida”. Contrariamente contemplar el pesebre 
aislándolode la vida que lo circunda “sería hacer de la Navidad una 
linda fábula”.
A continuación reproducimos el texto completo
“Querido hermano: Hoy, día de los Santos Inocentes, mientras 
continúan resonando en nuestros corazones las palabras del ángel a los 
pastores: «Les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el 
pueblo: Hoy, en la ciudad de David, ha nacido un Salvador» (Lc 2,10-11),
 siento la necesidad de escribirte.
Nos hace bien escuchar una y otra vez este anuncio; volver a escuchar
 que Dios está en medio de nuestro pueblo. Esta certeza que renovamos 
año a año es fuente de nuestra alegría y esperanza.
Durante estos días podemos experimentar cómo la liturgia nos toma de 
la mano y nos conduce al corazón de la Navidad, nos introduce en el 
Misterio y nos lleva paulatinamente a la fuente de la alegría cristiana.
 Como pastores hemos sido llamados para ayudar a hacer crecer esta 
alegría en medio de nuestro pueblo. Se nos pide cuidar esta alegría.
Quiero renovar contigo la invitación a no dejarnos robar esta 
alegría, ya que muchas veces desilusionados –y no sin razones– con la 
realidad, con la Iglesia, o inclusive desilusionados de nosotros mismos,
 sentimos la tentación de apegarnos a una tristeza dulzona, sin 
esperanza, que se apodera de los corazones (cf. Exhorta. Ap. Evangelii 
gaudium, 83).
La Navidad, mal que nos pese, viene acompañada también del llanto. 
Los evangelistas no se permitieron disfrazar la realidad para hacerla 
más creíble o apetecible. No se permitieron realizar un discurso 
«bonito» pero irreal. Para ellos la Navidad no era refugio fantasioso en
 el que esconderse frente a los desafíos e injusticias de su tiempo.
Al contrario, nos anuncian el nacimiento del Hijo de Dios también 
envuelto en una tragedia de dolor. Citando al profeta Jeremías, el 
evangelista Mateo lo presenta con gran crudeza: «En Ramá se oyó una voz,
 hubo lágrimas y gemidos: es Raquel, que llora a sus hijos» (2,18). Es 
el gemido de dolor de las madres que lloran las muertes de sus hijos 
inocentes frente a la tiranía y ansia de poder desenfrenada de Herodes.
Un gemido que hoy también podemos seguir escuchando, que nos llega al
 alma y que no podemos ni queremos ignorar ni callar. Hoy en nuestros 
pueblos, lamentablemente –y lo escribo con profundo dolor–, se sigue 
escuchando el gemido y el llanto de tantas madres, de tantas familias, 
por la muerte de sus hijos, de sus hijos inocentes.
Contemplar el pesebre es también contemplar este llanto, es también 
aprender a escuchar lo que acontece a su alrededor y tener un corazón 
sensible y abierto al dolor del prójimo, más especialmente cuando se 
trata de niños, y también es tener la capacidad de asumir que hoy se 
sigue escribiendo ese triste capítulo de la historia.
Contemplar el pesebre aislándolo de la vida que lo circunda sería 
hacer de la Navidad una linda fábula que nos generaría buenos 
sentimientos pero nos privaría de la fuerza creadora de la Buena Noticia
 que el Verbo Encarnado nos quiere regalar.
Y la tentación existe. ¿Será que la alegría cristiana se puede vivir 
de espaldas a estas realidades? ¿Será que la alegría cristiana puede 
realizarse ignorando el gemido del hermano, de los niños? San José fue 
el primer invitado a custodiar la alegría de la Salvación.
Frente a los crímenes atroces que estaban sucediendo, san José 
–testimonio del hombre obediente y fiel– fue capaz de escuchar la voz de
 Dios y la misión que el Padre le encomendaba. Y porque supo escuchar la
 voz de Dios y se dejó guiar por su voluntad, se volvió más sensible a 
lo que le rodeaba y supo leer los acontecimientos con realismo.
Hoy también a nosotros, Pastores, se nos pide lo mismo, que seamos 
hombres capaces de escuchar y no ser sordos a la voz del Padre, y así 
poder ser más sensibles a la realidad que nos rodea. Hoy, teniendo como 
modelo a san José, estamos invitados a no dejar que nos roben la 
alegría. Estamos invitados a custodiarla de los Herodes de nuestros 
días.
Y al igual que san José, necesitamos coraje para asumir esta 
realidad, para levantarnos y tomarla entre las manos (cf. Mt 2,20). El 
coraje de protegerla de los nuevos Herodes de nuestros días, que 
fagocitan la inocencia de nuestros niños. Una inocencia desgarrada bajo 
el peso del trabajo clandestino y esclavo, bajo el peso de la 
prostitución y la explotación. Inocencia destruida por las guerras y la 
emigración forzada, con la pérdida de todo lo que esto conlleva.
Miles de nuestros niños han caído en manos de pandilleros, de mafias,
 de mercaderes de la muerte que lo único que hacen es fagocitar y 
explotar su necesidad. A modo de ejemplo, hoy en día 75 millones de 
niños –debido a las emergencias y crisis prolongadas– han tenido que 
interrumpir su educación.
En 2015, el 68 por ciento de todas las personas objeto de trata 
sexual en el mundo eran niños. Por otro lado, un tercio de los niños que
 han tenido que vivir fuera de sus países ha sido por desplazamientos 
forzosos. Vivimos en un mundo donde casi la mitad de los niños menores 
de 5 años que mueren ha sido a causa de malnutrición.
En el año 2016, se calcula que 150 millones de niños han realizado 
trabajo infantil viviendo muchos de ellos en condición de esclavitud. De
 acuerdo al último informe elaborado por UNICEF, si la situación mundial
 no se revierte, en 2030 serán 167 millones los niños que vivirán en la 
extrema pobreza, 69 millones de niños menores de 5 años morirán entre 
2016 y 2030, y 60 millones de niños no asistirán a la escuela básica 
primaria.
Escuchemos el llanto y el gemir de estos niños; escuchemos el llanto y
 el gemir también de nuestra madre Iglesia, que llora no sólo frente al 
dolor causado en sus hijos más pequeños, sino también porque conoce el 
pecado de algunos de sus miembros: el sufrimiento, la historia y el 
dolor de los menores que fueron abusados sexualmente por sacerdotes.
Pecado que nos avergüenza. Personas que tenían a su cargo el cuidado 
de esos pequeños han destrozado su dignidad. Esto lo lamentamos 
profundamente y pedimos perdón. Nos unimos al dolor de las víctimas y a 
su vez lloramos el pecado. El pecado por lo sucedido, el pecado de 
omisión de asistencia, el pecado de ocultar y negar, el pecado del abuso
 de poder. La Iglesia también llora con amargura este pecado de sus 
hijos y pide perdón.
Hoy, recordando el día de los Santos Inocentes, quiero que renovemos 
todo nuestro empeño para que estas atrocidades no vuelvan a suceder 
entre nosotros. Tomemos el coraje necesario para implementar todas las 
medidas necesarias y proteger en todo la vida de nuestros niños, para 
que tales crímenes no se repitan más.
Asumamos clara y lealmente la consigna «tolerancia cero» en este 
asunto. La alegría cristiana no es una alegría que se construye al 
margen de la realidad, ignorándola o haciendo como si no existiese. La 
alegría cristiana nace de una llamada –la misma que tuvo san José– a 
tomar y cuidar la vida, especialmente la de los santos inocentes de hoy.
La Navidad es un tiempo que nos interpela a custodiar la vida y 
ayudarla a nacer y crecer; a renovarnos como pastores de coraje. Ese 
coraje que genera dinámicas capaces de tomar conciencia de la realidad 
que muchos de nuestros niños hoy están viviendo y trabajar para 
garantizarles los mínimos necesarios para que su dignidad como hijos de 
Dios sea no sólo respetada sino, sobre todo, defendida.
No dejemos que les roben la alegría. No nos dejemos robar la alegría,
 cuidémosla y ayudémosla a crecer. Hagámoslo esto con la misma fidelidad
 paternal de san José y de la mano de María, la Madre de la ternura, 
para que no se nos endurezca el corazón. Con fraternal afecto, 
Francisco”.
in

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