«La locura de amor divino hizo de este santo fundador de la Orden
Hospitalaria un manantial de inagotable ternura para los pobres y los
enfermos. León XIII lo declaró patrono de los hospitales y de los
enfermos»
San juan de Dios - Oleo de Canvas - (Wiki commons) |
(ZENIT – Madrid).- Juan Ciudad Duarte nació en 1495 en
Montemor-o-Novo, Évora, Portugal. Pero Granada fue la cruz de este
imponente hombre de Dios, tal como le advirtió el Niño Jesús que
ocurriría, mostrándole una granada entreabierta con una cruz en el
centro. Allí es amado y venerado desde hace siglos por su admirable
caridad y misericordia con los pobres y los enfermos. Es conocido como
«el santo». Como le sucedió a otros fundadores, no se le hubiera
ocurrido imaginar que sería el artífice de una Orden religiosa. El arduo
camino hacia ese momento estuvo sembrado de episodios diversos, a veces
casi rocambolescos, ya que fue precoz aventurero. Se fue de casa a los 8
años y se hizo pastor en Oropesa, Toledo. Luchó en la compañía del
conde de esta villa al servicio del emperador Carlos V, defendiendo la
plaza de Fuenterrabía atacada por el rey Francisco I de Francia. Y
ganada la batalla, al no poder custodiar un depósito militar no fue
ahorcado de milagro.
Vuelto a Oropesa se libró de un matrimonio deseado por su amo para su
hija, pero no por él. Partió a proteger la ciudad de Viena amenazada
por los turcos, y luego comenzó un periplo como viajero incansable. Pasó
por Flandes y regresó a España por mar. Penetró por La Coruña, visitó
Santiago de Compostela y después se dirigió a la casa paterna. Al llegar
supo que sus padres habían muerto. Viajó a Sevilla, viviendo un tiempo
en Ceuta y Gibraltar. En estos lugares trabajó como leñador, peón de
albañil y librero. En 1538 yendo a Gaucín, Málaga, se le apareció el
Niño Jesús. Entonces le vaticinó: «Granada será tu cruz». De inmediato
se afincó en la ciudad de la Alhambra y mantuvo el oficio de librero.
Distribuía textos y estampas religiosas en la tienda que regentaba al
lado de la conocida Puerta Elvira. En medio de tantos vaivenes, se
sentía movido por la piedad y la caridad con intensidad creciente.
El 20 de enero de 1539 vivió su conversión. San Juan de Ávila
pronunciaba un sermón en la ermita de los mártires. Hizo tal retrato de
la virtud frente a la fealdad del pecado que dejó a Juan Ciudad
conmocionado. Con gran aflicción y ansias de penitencia suplicaba
postrado en el suelo: «Misericordia, Señor, misericordia». Dio sus
libros a las llamas, se desprendió de sus escasos bienes, y se lanzó a
las calles, descalzo, para confesar públicamente sus pecados sin prestar
atención a las voces de la gente que le insultaba clamando: «¡Al loco,
al loco…!».
El Maestro Ávila le ayudó a contener esa divina locura conduciéndole a
una efectiva labor de caridad. Pero antes, pasó por un infierno. Dos
personas de buena fe, creyendo hacerle un bien, le condujeron al
manicomio, sito en un espacio del Hospital Real de Granada. Este hecho,
que por fuerza debía haber sido traumático, a él le abrió las puertas de
la misión para la que fue elegido. Por experiencia supo del casi
inhumano tratamiento que se aplicaba en la época a esta clase de
enfermos, y salió de allí dispuesto a remediar tanto sufrimiento.
«Jesucristo me traiga a tiempo y me dé gracia para que yo tenga un
hospital, donde pueda recoger a los pobres desamparados y faltos de
juicio, y servirles como yo deseo».
Peregrinó a Guadalupe para pedir la ayuda de la Virgen, de acuerdo
con Juan de Ávila, con el que previamente se entrevistó en Montilla y
luego en Baeza. En Guadalupe se le apareció la Virgen y puso en sus
brazos al Niño Jesús. Entregándole unos pañales, le encomendó: «Juan, vísteme al Niño para que aprendas a vestir a los pobres». Conmovido
por la visión, se formó en lo preciso para afrontar su obra y comenzó
su acción en Granada, por indicación del padre Ávila que le alentó en su
quehacer. A finales de 1539 un pequeño hospital abierto en la calle de
Lucena pronto se llenó con pobres desamparados cuyo único patrimonio era
el sufrimiento que llevaban tatuado en sus frentes: huérfanos,
vagabundos, prostitutas, ancianos, viudas, locos, enfermos diversos,
etc. Los curaba, consolaba, aseaba y proporcionaba comida. Sin
arredrarse, pedía para ellos por las calles con una espuerta y dos
marmitas pendidas de su cuello: «Hermanos, haced bien para vosotros
mismos».
Las noches eran testigos de su mendicidad: «¿quién se hace bien a sí
mismo dando a los pobres de Cristo?», decía. Le abrieron las puertas y
le proporcionaron la ayuda requerida, porque las gentes se conmovían
ante la potente presencia de aquel hombre menudo del que brotaba la
aureola del amor divino. A orillas del río Darro, en el cautivador
entorno de la Alhambra, iba cargado con sus fatigas y también con sus
añoranzas por lo divino. El arzobispo Ramírez de Fuenleal le impuso el
hábito y le dio el nombre de Juan de Dios. Espiritualmente sufrió las
asechanzas del maligno.
En 1549 se declaró un pavoroso incendio en el hospital, y no dudó en
salvar a sus enfermos penetrando en el recinto, aunque le aconsejaron
que no expusiera su vida. Sus hombros fueron la tabla de salvación de
todos ellos. Milagrosamente, porque lo vieron moverse envuelto en
llamas, no sufrió daño alguno. Numerosas mujeres descarriadas a quienes
leía la Pasión de Cristo se convirtieron y cambiaron de vida. Uno de sus
éxitos apostólicos fue haber logrado reconciliar a Antón Martín con
Pedro de Velasco, asesino de su hermano. Y es que la caridad de Juan era
desbordante. A primeros de febrero de 1550 supo que el río Genil
arrastraba madera en gran cantidad y la precisaba para sus enfermos.
Estando en la rivera, vio a una persona que se ahogaba. Se hallaba muy
débil, pero se lanzó al río y la rescató. No obstante, tamaño esfuerzo
le costó la vida debido a un agotamiento del que no pudo reponerse.
Este excelso samaritano, penitente y caritativo, murió con fama de
santidad el 8 de marzo de 1550 en la casa de los Pisa donde, a petición
del arzobispo, le habían acogido esperando que se recuperase. Se había
hincado de rodillas abrazado a su crucifijo. Urbano VIII lo beatificó el
21 de septiembre de 1630. Inocencio XII lo canonizó el 15 de agosto de 1691. Y León XIII lo declaró patrono de los hospitales y de los enfermos.
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