«Apóstol de la caridad y de la misericordia. En un entramado de
espurios intereses este fundador de las Mercedarias de la Caridad fue
denostado por sus propias hijas. En soledad soledad, lleno de virtudes,
entregó su alma a Dios»
Beato Juan Nepomuceno Zegrí y Moreno (Foto cortesía ordenmerced) |
«Curar todas
las llagas, remediar todos los males, calmar todos los pesares,
desterrar todas las necesidades, enjugar todas las lágrimas, no dejar,
si posible fuera en todo el mundo, un solo ser abandonado, afligido,
desamparado, sin educación religiosa y sin recursos». ¿Hay
algo más hermoso que estos propósitos cimentados en la suprema
excelencia de la caridad, mandamiento esencial otorgado por Cristo?
Fueron los que animaron la vida de este beato que nunca se cansó de
prodigar a manos llenas todo el bien que concibió, postrado ante el
Redentor y custodiado por la Virgen de la Merced. Su lema era: «todo para bien de la humanidad, en Dios, por Dios y para Dios».
Nació en Granada,
España, el 11 de octubre de 1831. Su raigambre cristiana estaba
fuertemente asentada por la fe que profesaban sus padres Antonio
y Josefa, ciudadanos estimados y de gran relevancia en la capital.
Ello, y la cuidada educación que recibió, fue determinante para su
vocación sacerdotal. Su padre, reputado médico y catedrático de la
universidad, era un hombre sensible que no pasaba por alto las
necesidades ajenas. Siempre que estuvo en su mano atenderlas actuó
generosamente. Imbuido de tantos valores, Juan destacó entre los
compañeros de clase por su aplicación al estudio y ejemplar
comportamiento. Y cuando se hallaba en el frontispicio de un futuro
halagüeño, pudiendo adquirir la notoriedad que le permitían sus muchas
cualidades personales junto al estatus social familiar que disfrutaba,
conquistando escalas circundadas por el éxito, optó por entregarse a
Cristo.
Ingresó en el seminario en 1850 y en el
transcurso de esos años de formación se hicieron patentes sus magníficas
dotes de oratoria. Casi doscientos sermones recogidos por él dan cuenta
de la fecundidad de su palabra que brotaba de su oración. No era un
simple predicador, sino un confesor de la fe; por eso llegaba a calar en
el corazón de tantas personas. En estos valiosísimos escritos queda
patente su inclinación a los débiles desamparados y aquéllos cuya
existencia discurría por un continuo valle de lágrimas por los motivos
que fuesen.
Fue ordenado sacerdote en 1855. A los pocos
días perdió a su madre víctima del cólera. Abrazado a la cruz inició su
trayectoria pastoral, que compaginó con la docencia en el colegio de San
Bartolomé y Santiago. Entre tanto, proseguía sus estudios que
culminaron con la obtención del doctorado en teología, la licenciatura
en derecho civil y canónico, y un bachillerato en filosofía y letras.
Esta formidable preparación le capacitó para asumir la cátedra de
psicología, lógica y ética del Instituto de Granada, al tiempo que se
hacía cargo de las parroquias de Huétor Santillán y de Loja. Además,
ejerció como predicador numerario de la reina Isabel II, fue sacerdote
castrense, formador de seminaristas, arcipreste y examinador sinodal en
Granada, Jaén y Orihuela. Su finura humana y espiritual, el talante
humilde, misericordioso, paciente, afable, lleno de dulzura, y su
manifiesta ternura hacia los demás, suscitó gran estima hacia su
persona.
En 1869 fue destinado a la diócesis de Málaga
como vicario general, canónigo de la catedral y visitador de
religiosas. La Providencia guió sus pasos y le puso al frente de la casa
de la misericordia de Santa María Magdalena y San Carlos. Para un
espíritu tan sensible como el suyo, consternado por las necesidades y el
sufrimiento ajeno, la oportunidad de hallarse inmerso en ese colectivo
de desfavorecidos no hizo más que acrecentar la aspiración de servirles,
que formaba parte de su manera de ser. Contemplaba afligido y lleno de
piedad a las jóvenes descarriadas que anhelaban modificar el rumbo de su
desdichada existencia. En 1872 murió su padre. Y en 1878 impulsó la
fundación de las Hermanas Mercedarias de la Caridad asociada a la Orden
mercedaria. Esta obra sería su cruz y su gloria.
Las primeras religiosas tomaron el
hábito en Granada en la primavera de ese año, trasladándose a
continuación a Málaga. En medio de tenebrosos y espurios intereses, esos
que impulsa el maligno, cinco de las nueve primeras integrantes de este
movimiento eclesial quedaron seducidas por la oferta de un sacerdote,
Diego Aparicio, que había estado al lado de Juan al inicio de la
fundación, y le abandonaron. Optaron por regresar a Granada junto al
presbítero para volver a poner en marcha allí la Orden. Con el corazón
afligido e incontenible emoción, el beato manifestó: «Con dos que haya, la obra sigue; no se desanimen, Dios proveerá… ».
Fijada la sede de Granada como origen de la casa general y noviciado en
1880, a todas quedó claro, porque así lo dijo su fundador, que sus
objetivos habrían de ser: «ejercer todas las obras de misericordia espiritual y corporal en la persona de los pobres… ».
Después de un primer periodo de fecunda
andadura se desencadenaron graves acontecimientos. En 1888 Juan fue
ignominiosamente acusado por una de sus hijas. La creyeron y él fue
destituido de su misión al frente de la congregación. Los arzobispos de
Granada y de Sevilla, provincia de la que procedía la hostigadora,
emprendieron una labor de esclarecimiento de los hechos que discurrió de
forma confusa, con el desacuerdo de las religiosas de ambas ciudades.
Además, se mezclaron otras ambiciones respecto a la Orden instigadas por
varios eclesiásticos, con lo cual el padre Zegrí se entrevistó en Roma
con León XIII. Se rehabilitó su imagen y se le permitió retomar sus
funciones. Pero no fue bien recibido por el arzobispo de Granada ni por
las religiosas. En julio de 1896 les dirigió una carta haciendo notar su
inocencia. No logró llegar a sus entrañas. En 1901 conoció la
aprobación de la obra que tantos sufrimientos le había causado. Pero
murió a causa de una pertinaz diabetes, y lo hizo solo, completamente
abandonado, el 17 de marzo de 1905. Dos décadas más tarde sus hijas
repararon su error. Él contempló desde el cielo ese gesto. Juan Pablo II
lo beatificó el 9 de noviembre de 2003.
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