«Este fundador e impulsor de diveras obras apostólicas, padre de los
pobres y médico de profesión, nunca quiso la caridad del oro, del
dinero, sino el oro de la caridad para llegar al corazón de los
pecadores y conducirlos a Cristo»
Beato Giacomo Cusmano |
(ZENIT – Madrid).- 125 años de su muerte se cumplieron en 2013. Y en
este largo siglo transcurrido desde su deceso, la largueza evangélica
que caracterizó su vida no ha hecho más que crecer. Nació el 15 de marzo
del año 1834 en Palermo, Italia. Pertenecía a una acomodada familia.
Fue el penúltimo de cinco hermanos. A los 3 años perdieron a su madre
víctima de una epidemia de cólera. Una de las hermanas, Vincenzina, que
era entonces una adolescente, contando con ayuda familiar se ocupó de
los pequeños a quienes instruyó en las verdades de la fe. Giacomo, en
particular, se sintió especialmente llamado a paliar el sufrimiento de
los pobres; en ellos, y a pesar de su corta edad, veía a Cristo. Tuvo
claro que la mejor vía para darles consuelo y asistencia era ser
misionero. Este deseo, que acarició a lo largo de su infancia y
adolescencia, reportaría incontables bendiciones. Su proverbial
generosidad era tal, que tuvieron que poner a buen recaudo la llave de
la despensa familiar porque repartía las viandas entre los indigentes. Y
otro tanto hacía con prendas personales de abrigo, y su calzado.
Cursó estudios en el colegio Máximo, regido por los padres jesuitas y
después se matriculó en la facultad de medicina. A los 21 años era un
flamante médico dispuesto a sanar las lesiones físicas de los enfermos.
Pudo haber gozado de privilegios, pero eligió a los menesterosos, y así
lo hizo notar a su confesor. Éste le hizo pasar por la prueba, difícil
para Giacomo en ese momento, de rasurarse la cuidada barba, cortarse el
cabello y vestir toscamente, como lo hacían entonces muchos sacerdotes,
lo cual suponía quedar a merced de las chanzas de sus contemporáneos.
Pero él lo aceptó. Entendió que si iba a ocuparse de los indigentes,
tenía que ponerse a su nivel.
Estudió teología y se dedicó a impartir catequesis. Su tarea, al ser
guiada por el genuino espíritu evangélico, tuvo un sesgo de generosidad
admirable. Los pobres encontraron en él a un profesional de la medicina
que curaba sus heridas aunque no tuviesen medios para costear el
tratamiento. Sin embargo, para una persona tan entregada como él, el
ejercicio de la profesión se quedaba corto. Tenía el anhelo de llevar a
todos a Cristo: «Sentí en mi alma el deseo de consagrarme a los pobres,
para hacer propias sus miserias, para sacarlos de los terribles
sufrimientos y acercarlos a Dios». No quería «la caridad del oro», del
dinero, sino «el oro de la caridad». Con éste si podía llegar a las
almas de los pecadores.
En su corazón resonaban las noticias que había oído en el convento de
los padres jesuitas acerca de las grandes y sencillas gestas de los
misioneros que evangelizaban América del Sur. Menos aún olvidaba su
intento fracasado de haber partido a misiones en 1850 sin haber
comunicado nada a su familia, y cómo su hermano Pedro, que conoció sus
intenciones, impidió que se embarcara cuando estaba a punto de emprender
el viaje. Había llegado el momento de dar ese paso que se le pedía, y
confió a Vincenzina su deseo de consagrarse como fraile capuchino.
Monseñor Turano, al que sometió su parecer, le animó a ser sacerdote.
Fue ordenado en 1860. Su parroquia, los «Santos Cuarenta Mártires» de
Palermo, rápidamente fue conocida por la excelsa labor caritativa que
llevó a cabo como médico y como presbítero. Mientras, realizaba
mortificaciones y penitencias. Tenía arte para recabar la ayuda de los
pudientes y no le faltó su apoyo.
Un día de 1865, almorzando en casa de un amigo, reparó en el
recipiente que el anfitrión colocó en el centro de la mesa, y en el que
cada uno de los comensales depositaba una porción de comida que se
destinaría después para dar de comer a los pobres. Con esa idea, en 1867
creó la Asociación del Bocado del Pobre. Lo hizo contra viento y marea,
porque no todos estaban de acuerdo con el proyecto. La integraron
sacerdotes y laicos de ambos sexos que colaboraban con él, y contó con
la bendición de Pío IX. En 1870, Cusmano puso bajo el amparo de San José
su obra. «Los que no pertenecen a nadie, son nuestros», repetía a los
suyos.
El rápido crecimiento de esta asociación, la masiva afluencia de
necesitados, junto a otras muchas dificultades que fueron apareciendo de
forma incesante, le afectó espiritualmente. Su confianza se tambaleó en
cierto sentido, al punto de pensar que en manos de otra Orden todo iría
mejor. Orgullo y sentimiento de incapacidad es todo lo que tuvo ante
sus ojos, con un sutil disfraz: considerar su indignidad para cumplir la
voluntad divina. En suma, pensaba que el impedimento para que todo
fuese bien era él mismo, y creyó que era mejor buscar la soledad,
relegando su responsabilidad. Pero una noche de 1878, la Virgen, en un
sueño le conformó y le animó a continuar su obra, haciéndole ver que
todo lo que necesitaba era a su Hijo, el Niño Jesús que Ella portaba en
sus brazos. Y Giacomo siguió adelante, contrito y gozoso, sin volver a
dudar de que haciendo lo que se traía entre manos cumplía los designios
de Dios.
Para poder ayudar a los indigentes convenientemente, en 1880 fundó
las Siervas y los Siervos de los Pobres. Fue el impulsor de hospitales,
casas destinadas a ancianos que vivían en el más completo abandono y no
tenían medios para sobrevivir, y a huérfanos. Advirtió a los suyos: «No
hagáis diferencias entre el Cristo sacramento y el Cristo en el pobre».
León XIII, con el que mantuvo una audiencia privada, ensalzó su labor.
Murió el 14 de marzo de 1888 de una pleuresía. Juan Pablo II lo
beatificó el 30 de octubre de 1983.
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