“El impresionante testimonio de un dominico, ardoroso apóstol y gran
asceta, que no ahorró sacrificios para difundir la fe en China, siendo
el primer martirizado en ese país. Es un referente inequívoco para
cualquier misionero”
San Francisco Fernández de Capillas |
(ZENIT – Madrid).- Solo la obcecación del que vive inmerso en el odio
puede tildar de rebeldía lo que es un alarde de valentía inigualable y
para muchos incomprensible. Francisco consumó en China su amor a Cristo
derramando su sangre a manos de quienes no supieron vislumbrar la
grandeza de un corazón henchido de gozo ante la aventura cotidiana de
vivir y difundir la fe en derredor suyo. Su ardor apostólico es todo lo
que podía esgrimirse en su contra cuando fue condenado. Ahora bien, está
claro que no se llega a apurar el cáliz en esa hora suprema sin haberse
dispuesto a cumplir la voluntad de Dios día tras día. La fortaleza en
la que se asienta una vocación cuando se nutre de la oración y de la
entrega sin paliativos emerge con todo su vigor en el instante
definitivo, y eso lo han percibido todos los que se abrazaron a la palma
del martirio en defensa de su fe, como le sucedió a Francisco.
La trayectoria humana de este primer beato martirizado en China se
inició el 15 de agosto de 1607 en la localidad de Baquerín de Campos,
Palencia, España, cuando vio la luz por vez primera, cerrando con su
llegada el número de hijos que alegraron aquel humilde hogar bendecido
por otros cuatro vástagos anteriores. Familiarizado desde niño con el
carisma dominico que tuvo ocasión de conocer en Palencia, vio en él la
vía óptima para encauzar su propia vida, por lo cual se trasladó a
Valladolid ingresando a sus 17 años en el convento de San Pablo.
Coincidió su llegada a la Orden en un momento de expansión por América y
el Extremo Oriente. Urgido por su celo apostólico se ofreció
voluntariamente para partir en una expedición compuesta por una
treintena de jóvenes, todos dominicos, que no dudaban en entregar lo
mejor de sí en esa labor evangelizadora, desplegando sus sueños e
ilusiones sin temer a la larguísima y complicada travesía que les
esperaba. Ese año de 1631, fuertemente asidos a la cruz y llenos de
alegría, iniciaron viaje a México. Numerosos contratiempos y fatigas les
salieron al paso hasta que llegaron a Manila, su destino final, cuando
estaba a punto de cumplirse un año de su partida.
Francisco, que aún no había sido ordenado, recibió este sacramento en
la capital filipina. Tenía 25 años y durante casi una década permaneció
en la misión de Cagayán, en Luzón, alimentando en su corazón el anhelo
de ir a China. Intuyendo lo que allí podía aguardarle, cuidaba su salud
espiritual con toda rigurosidad. No podía dejar resquicio alguno para
que penetrase la vacilación y el miedo, sentimientos que no pervivían en
él, pero que no están lejos de los que se proponen seguir a Cristo. Él
mismo reconociendo humildemente que no estaba libre de estas debilidades
pedía las oraciones de los suyos: «Que rueguen por mí todos para
que me dé Dios nuestro Señor valor, si acaso se ofrece el volver a
padecer por Él mayores tormentos de los padecidos y glorificarlo por la
muerte, que para todo estoy dispuesto en la voluntad de nuestro Señor».
Francisco sabía cómo se combaten las flaquezas humanas: haciéndoles
frente, sin dar cancha a las apetencias personales. Buen conocedor de
los entresijos de la vida espiritual, vivía con estricta austeridad. La
dureza del clima le ayudaba en esta filigrana que trazaba sobre su
acontecer: el sol asfixiante y la incómoda presencia de una turba de
insectos eran algunos de sus aliados en esta batalla diaria. Una cruz de
madera su lecho para los escasísimos momentos que se concedía de
descanso; el resto, oración e intensa vida apostólica. Así llegó en 1642
a Fu-kién, después de haber recalado en Formosa.
Su penoso estado de salud acentuado por las mortificaciones, fiebres
cuartanas, y otras muchas dificultades, no le impidieron seguir
adelante. Firmemente resuelto a todo por Cristo afrontaba su quehacer
con inquebrantable fe y la absoluta convicción de que estaba cumpliendo
la voluntad divina: «…es Dios nuestro Señor el que aquí me ha traído…» […] «no
bastan trazas humanas para sacarme de aquí hasta que se llegue la hora
en que tiene determinado nuestro Señor Jesucristo sacarme». Por sus muchas virtudes, que no pasaban desapercibidas para la comunidad cristiana, lo denominaban «santo Capillas».
Supo hacerse uno con los que le rodeaban y fue referente para los
fieles y ejemplo modélico a seguir. Su fortaleza era bastión en el que
los débiles se apoyaban. Era consciente del valor que encierra la
autoridad moral: «viéndome todos padecer con igualdad de ánimo… ».
Cuando lo apresaron, acababa de dejar a los enfermos a los que solía
atender. Ellos y los que padecían por cualquier motivo obtenían su
consuelo: «… yo reparto con ellos (los encarcelados) de lo que me dan y les sirvo en lo que me mandan y me tengo por muy dichoso en eso». Ya
dominaba su lengua y había suscitado numerosas conversiones por Fogán,
Moyán, Tingteu y otras ciudades. Estuvo detenido dos meses en los que
fue sometido a crueles tormentos, hasta que el 15 de enero de 1648 murió
decapitado. Sus últimas palabras, dirigidas al juez, fueron: «Yo
nunca he tenido otra casa que el mundo, ni otro lecho que la tierra, ni
otro alimento que el pan que cada día me ha dado la Providencia, ni otra
razón de vivir que trabajar y sufrir por la gloria de Jesucristo y por
la felicidad eterna de los que creen en su nombre». Pío X lo beatificó el 2 de mayo de 1909, y Juan Pablo II lo canonizó el 1 de octubre del 2000.
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