Es uno de los padres del desierto, un gran asceta que fue tentado por
el maligno de muy diversas formas. Es también uno de los santos que
suscita gran devoción popular al ser considerado protector de los
animales
(ZENIT – Madrid).- Es uno de los santos más populares, al menos en
España, por cuanto este día existe la tradición de llevar a los animales
a las iglesias para ser bendecidos. Su biógrafo fue san Atanasio.
Antonio nació en el Alto Egipto hacia el año 251, y siendo joven quedó
conmovido por el pasaje evangélico del joven rico que escuchó en una
iglesia. Entregó su patrimonio a los pobres (pertenecía a una familia
pudiente) y emprendió una vida de severo ascetismo. Durante un tiempo su
“lecho” fue un sepulcro vacío, y después las ruinas de una fortaleza de
fortaleza militar que se hallaba en ruinas en el desierto de Nitria
hasta que se afincó en un promontorio cerca del Mar Rojo morando en una
humilde choza que se construyó él mismo.
Muchos jóvenes de su tiempo conmovidos por esta vida de silencio,
oración y penitencia, acudían allí para materializar sus sueños de
perfección en el yermo. Se había convertido en el punto de referencia
para los que llevaban una vida de oración compartida a ratos
comunitariamente y otras en la soledad de las oquedades que convirtieron
en sus moradas. Veinte años permaneció Antonio haciendo frente a las
tentaciones que querían atentar contra su castidad. La violencia de las
mismas se aprecia en las palabras que dirigió a sus seguidores:
«Terribles y pérfidos son nuestros adversarios. Sus multitudes llenan el
espacio. Están siempre cerca de nosotros. Entre ellos existe una gran
soledad. Dejando a los más sabios explicar su naturaleza, contentémonos
con enterarnos de las astucias que usan en sus asaltos contra nosotros».
La bibliografía sobre este santo ermitaño refleja las múltiples
artimañas de toda índole empleadas por el maligno para seducirle. Lo
intentó todo con objeto de apresarlo entre sus pérfidas redes,
acosándolo de una forma tremebunda. En una ocasión en la que el rugido
de la horda brutal de fieras manipulada por Satanás hacía temblar todo
en derredor de Antonio, una inmensa luz desterró instantáneamente las
fieras que campeaban entre tinieblas, y del mismo modo que siglos más
tarde le sucedería a Santa Catalina de Siena, exclamó: «¿Dónde estabas,
mi buen Jesús? ¿Dónde estabas? ¿Por qué no acudiste antes a curar mis
heridas?». La voz de lo alto replicó: «Contigo estaba, Antonio; asistía a
tu generoso combate. No temas; estos monstruos no volverán a causarte
el menor daño». Pero prosiguieron atormentándole durante un tiempo con
otras estrategias más sutiles, hasta que el acoso del inmundo diablo que
prosiguió tras él no le causaba ni la más mínima turbación. Solía
decir: «Los rezos y las lágrimas purifican
hasta lo más impuro»; «Los más puros son los que con más frecuencia se
ven acosados por las arteras mañas del demonio».
El denominado «padre de los monjes», de vez en cuando abandonaba el
desierto y misionaba en Alejandría combatiendo el arrianismo. Su máxima
fue: «esforcémonos en no poseer nada que no nos podamos llevar a la
tumba, es decir, la caridad, la dulzura y la justicia. Toda prueba nos
es favorable. Si no hay tentaciones no se salva nadie». Para todos los
que se acercaban a él, que fueron multitudes, tenía un sabio consejo:
«Nada es tan vano como la desesperación. Llorad, que las lágrimas lavan
el alma; llorad sin descanso, hasta que la losa de plomo que pesa sobre
vosotros se derrita con el calor de vuestras lágrimas», decía a los que
se hallaban al borde del desánimo, sopesando su fragilidad espiritual.
Un día del año 356, siendo de avanzadísima edad, parece que superó con
creces los cien años, sintió que su vida se apagaba. Y dio las últimas
indicaciones a sus discípulos. Les dejó su cilicio, el único objeto
material que poseía, y entregó su alma a Dios. San Atanasio conservó su
túnica. Antonio fue canonizado el año 491.
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