«Este gran apóstol de los leprosos ratifica la grandeza de una
vocación que llevó al extremo, como fiel discípulo de Cristo. Nada le
detuvo en su misión ejercida en la Guayana Holandesa, ni siquiera su
estado de salud y avanzada edad»
Beato Pedro Donders |
(ZENIT – Madrid).- Si toda vida santa lleva consigo dosis
inconmensurables de magnanimidad, algunas, como la de Pedro Donders,
parecen superar lo imaginable por las circunstancias en las que
discurrieron y la fortaleza que mostraron en todo instante, sosteniendo
las bridas de una fe que les hizo acreedoras por derecho propio de la
promesa de Cristo: «El que cree en mí, hará él también las obras que yo
hago, y hará mayores aún» (Jn 14, 12).
Este apóstol de los leprosos, de los indios, de los cimarrones, y de
otros pueblos nació el 27 de octubre de 1809 en la aldea de Heikant,
cerca de Tilburg en el Brabante holandés. Antes de su nacimiento, su
padre, que había contraído matrimonio en terceras nupcias, había perdido
dos hijos. Una hermana de Pedro falleció a la edad de 14 años y otro
hermano nació inválido. El futuro beato sobrevivió, pero tuvo una frágil
salud toda la vida. A los 6 años, perdió a su madre. Su familia era muy
pobre y a los 12 años tuvo que ponerse a trabajar para ayudarla. Al
tiempo que crecía en medio de la penuria, se acrecentaba su anhelo de
ser sacerdote. Sus gestos evidenciaban una gran vocación; pronto se
convirtió en un aliado del párroco quién lo nombró catequista. Al menos
por una vez, su delicada salud le ayudó a cumplir su sueño, ya que
aquélla le impidió realizar el Servicio Militar, dejándole el campo
libre para el sacerdocio.
Fue una vocación tardía y algunos rasgos de su torpeza, surgidos en
el día a día, suscitaban burlas entre los seminaristas. Sin embargo, su
afabilidad y humildad pronto fue advertida por ellos y lo acogieron con
afecto y respeto. Cuando tenía 29 años, el rector del Seminario, que
veía en él inclinación a las misiones, le animó a seguir la vida
religiosa. El camino fue arduo en verdad. Cerradas las puertas de los
seminarios de su país por orden del rey, acudió a los jesuitas, a los
franciscanos y a los redentoristas belgas de Sint Truiden. Ninguno lo
admitió, ni siquiera éstos últimos. En su contra alegaban sus pocas
luces o la edad. Sin embargo, tres décadas más tarde se convirtió en
redentorista.
El 15 de junio de 1841 fue ordenado sacerdote. Y conoció el trabajo
de los redentoristas holandeses en Tilburg, su pueblo natal. No tenía
duda: ese era su camino. Partió a misiones en 1842. Llegó a Paramaribo
(Surinam, Guayana Holandesa), en una larga travesía de casi cuatro
meses, que estuvo plagada de dificultades, aunque no mayores que las que
halló en su destino. Desde el primer día dedicó su vida a rescatar de
sus muchas miserias y bajos instintos (prostitución, pobreza,
promiscuidad, alcoholismo, etc.), a personas de toda clase y condición,
blancos y negros, colonos y esclavos, así como atender a muchos leprosos
en medio de un clima tropical de gran dureza.
Para combatir tanta inmoralidad e indiferencia tuvo dos pilares: la
oración y la recepción de la Eucaristía, junto a un denodado esfuerzo
personal. En él se incluye el aprendizaje de los idiomas nativos con
objeto de transmitir la fe a los indios de Surinam. Sería también
apóstol de los leprosos de Batavia durante 27 años. «Era la destrucción más grande en cuerpos vivos humanos que jamás yo he visto», hizo notar el médico van Hasselaar. Al beato le «parecía más una pocilga que una morada humana».
Acondicionó el lugar con suelo de madera y camas en las chozas, y trató
de devolver la dignidad a todos. Fueron años de mucho sufrimiento entre
los esclavos negros: «El trabajo entre los negros cimarrones no va
bien. También la adversidad y la cruz vienen de Dios, y nada se realiza
sin la cruz», escribiría.
Con 74 años se retiró en Paramaribo, donde vivió años felices. Sus
hermanos bromeaban sobre su avanzada edad al ingresar en la
Congregación: «cada día me doy más cuenta de cuán grande es la
felicidad de la vocación en esta Congregación y en convivencia con los
hermanos». A los ocho meses fue trasladado a Coronie, siendo
intervenido del riñón varias veces en los dos años que pasó allí. A los
77 años tuvo que regresar a Batavia por enfermedad del capellán. Otro
año de trabajo con los leprosos, indios y negros, sanando cuerpos y
almas, enterrando, confesando, predicando y enseñando con pedagógica
creatividad; utilizaba dibujos, láminas y otros recursos. Ese fue su
acontecer, sin tener en cuenta edad ni estado de salud, hasta que el
Padre le llamo junto a sí el 14 de enero de 1887. Dos días antes,
agravada su nefritis, para la que no se le suministró medicamentos,
pidió al P. Bekkers: «ten aún un poco de paciencia. Moriré el viernes a las tres».
Y así sucedió. Dejó este mundo tras una larga vida de oración continua,
de incesante trabajo y mucho sufrimiento, rodeado de los abandonados a
los que se entregó en una acción física y espiritual imponente. Fue
beatificado por Juan Pablo II el 23 de mayo de 1982.
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