«Esta valenciana, ardiente defensora de la mujer trabajadora, fue un
remanso de paz y de consuelo para ellas; les devolvió la dignidad. Fundó
el Asilo Protector de Obreras y un centro de enseñanza gratuito para
las hijas de éstas»
Beata Juana María Condesa Lluch |
(ZENIT – Madrid).- De familia acomodada, nació en Valencia, España,
el 30 de marzo de 1862. Fue bautizada en la misma pila en la que
recibieron este sacramento san Vicente Ferrer y san Luís Bertrán. Su
padre, un médico profundamente comprometido con la fe, era tan ejemplar
en la práctica de su profesión que su abnegación le costó la vida al
contagiarse del cólera cuando Juana María tenía 3 años. Su madre se
ocupó de que ella y su hermana fuesen educadas humana y espiritualmente.
Su infancia, como la de muchas niñas, mostraba las aristas de la
contradicción; una etapa proclive a las travesuras, y también al anhelo
de torcer la voluntad ajena en bien propio. Cuando su carácter se
atemperó, vislumbró en Dios el fin de su vida. A ello le ayudó el
vínculo que estableció con la Esclavitud Mariana de Grignion de Montfort
y con la Archicofradía de las Hijas de María y Santa Teresa de Jesús a
las que se afilió en 1875, y de las que fue su administradora. Además,
formó parte de la Tercera Orden del Carmen.
Tempranamente se manifestó su amor a la Eucaristía, a la Inmaculada y
a san José. Las prácticas de piedad y la oración, además del compromiso
que estableció con los necesitados, fueron las armas con las que se
enfrentó a la crisis religiosa de su tiempo. La convicción de ser de
Cristo para siempre le instó a consagrarle su virginidad privadamente.
Poco antes de cumplir los 18 años determinó dejarse guiar por la
voluntad de Dios. El paisaje que contemplaba cuando solía ir a la
propiedad que su familia tenía en la costa, era un reguero de mujeres
trabajadoras que se dirigían a las diversas fábricas para ganar el
sustento de los suyos. Ella había gozado del privilegio de una
existencia acomodada y recibido una sólida educación. Pero se le partía
el corazón al ver a sus compatriotas desprovistas de esos bienes,
expuestas a otros avatares preñados de peligros por esos caminos
desnudos de protección por los que transita la pobreza de vida a todos
los niveles. Y pensó cobijarlas en una casa con objeto de paliar tan
graves carencias.
Su juventud parecía más que un acicate una dificultad para llevar
adelante la misión a la que se sintió llamada: fundar una congregación
religiosa. «Yo y todo lo mío para las obreras», sentimiento que albergaba en su corazón, obtuvo respuesta del cardenal Monescillo: «Grande
es tu fe y tu constancia. Ve y abre un asilo a esas obreras por las que
con tanta solicitud te interesas y tanto cariño siente tu corazón».
Mucho había tenido que insistir Juana María, y convencerse aquél de la
autenticidad del proyecto, para poder materializar su sueño. Por fin,
comenzó a cumplirse tras estas palabras que le dirigió el cardenal. Y en
1884 abrió el Asilo Protector de Obreras así como un centro de
enseñanza gratuita para las hijas de éstas. «Señor, mantenme firme junto a tu cruz»,
repetía ante las pruebas, mientras la fundación se extendía por las
zonas industriales. A las religiosas les recordaba constantemente que
debían «ser santas en el cielo, sin levantar polvo en la tierra».
Devolvió la dignidad a las trabajadoras, consideradas hasta entonces
como meros instrumentos de trabajo, y con su caridad y espíritu de
sacrificio les enseñó a convertir lo ordinario en extraordinario. Hasta
1911 ni ella ni las religiosas que la acompañaban en este empeño
pudieron emitir votos perpetuos. «Aceptar y no pedir es el más santo sufrir». «Excelente disciplina es hacer con alegría lo que más nos costaría», había dicho.
Los signos de su vida: obediencia, alegría, humildad, constancia,
dominio de sí, paz, bondad, entrega, laboriosidad, solidaridad, fe,
esperanza y amor atestiguaron su sí incondicional a Cristo. No quiso dar
cuenta de la mayoría de las lesiones que poco a poco fueron minando su
organismo, y falleció el 16 de enero de 1916. Tenía 54 años. Fue
beatificada el 23 de marzo de 2003 por Juan Pablo II.
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