Interrogantes vitales |
Felipe Aquino / Canço Nova / Aleteia 30 agosto 2015
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Jesús llamó a ser apóstoles "a los que quiso" después de pasar la noche en oración.
La Iglesia vio en ello el llamado al sacerdocio y también a otras formas de vida religiosa. Jesús es quien llama al joven a la vida sacerdotal, lo que no es fácil. La vida religiosa exige muchas renuncias para ser “todo de Dios”, estar al servicio de su Reino para la edificación de la Iglesia y la salvación de las almas.
La palabra “vocación” viene del latín vocare, que quiere decir “llamar”.
Dios pone en el corazón del joven ese deseo de servirlo radicalmente, sin división, a tiempo completo y de manera integral.
Para discernir ese llamado divino, el joven necesita, sin duda, de un buen director espiritual, un padre o un laico experto para ayudarlo. A continuación algunas señales indicativas de la vocación de un joven al sarcedocio o a la vida religiosa:
1. Querer entregar la vida totalmente a Dios sin guardar nada para sí: ser como Jesús, estar totalmente disponible para el Reino de Dios.
Ser otro Cristo – alter Christus. Abrazar el celibato con gusto, ofreciendo a Dios la renuncia a no tener esposa, hijos, nietos, voluntad propia, etc. Es un matrimonio con Jesús. Él dijo que recibirá el ciento por uno en esta vida y la vida eterna quien dejara todo por su causa y su Reino.
Jesús dijo que las aves tienen sus nidos, pero Él no tiene ni siquiera dónde apoyar la cabeza. Eso es señal de una vida despojada de todo. Nada era para Él, ni la gruta donde nació, ni el burrito que lo llevó a Jerusalén.
El barco donde oró y viajó, el manto que los soldados sortearon tampoco eran de Él. Ni la casa donde vivía en Cafarnaúm pertenecía al Señor. Todo le fue prestado. Cristo fue despojado de todo; a Él sólo le pertenecía la cruz.
Don Bosco dijo que no puede haber mayor gracia para una familia que tener un hijo sacerdote. Es verdad. El padre hace lo que los ángeles no pueden hacer: perdonar los pecados, realizar el milagro de la Eucaristía, volver presente el calvario en cada misa para la salvación del mundo.
2. La vocación religiosa exige que el candidato tenga el deseo de trabajar como Jesús por la salvación de las almas, sin pensar en un proyecto para su vida.
Exige la entrega total en la manos de Dios, deseo de vivir sumergido en el Señor. Le tiene que gustar rezar, estar con Dios, meditar su palabra y participar de la liturgia, pues sin eso no se sustenta una vocación sacerdotal.
El demonio tiene muchas razones para tentar a un sacerdote o a un religioso, pues este le arrebata las almas. Por lo tanto, el religioso consagrado tiene que vivir una vida de extrema vigilancia, mucha oración y mortificación, como dijo Jesús.
3. Amar a la Iglesia de todo corazón, tenerla como madre y maestra, ser sumiso a las enseñanzas de su magisterio. Ser fiel a la Iglesia y a sus pastores, nunca enseñando algo que no esté de acuerdo con el sagrado magisterio de la Iglesia. Vivir lo que decían los santos Padres: sentire cum Ecclesia.
Amar al Papa, a los obispos, a Nuestra Señora, a los ángeles y santos, los sacramentos, la liturgia y todo lo que forma parte de nuestra fe católica. Amar la Biblia y tener gusto en meditarla todos los días.
Desear estudiar teología, filosofía y todo lo que el magisterio sagrado de la Iglesia nos recomienda y enseña. Tener gusto en hacer oración, retiros espirituales y buscar permanentemente la santidad. Aspirar, como dijo san Pablo, a alcanzar la adultez de Cristo; ser un buen pastor para las ovejas.
4. Desear vivir una vida de penitencia, en la sencillez, en la pobreza evangélica, en la obediencia irrestricta a los superiores, abierto a todos a través del diálogo franco. Ser todo para todos. Estar dispuesto a obedecer siempre a su obispo o su superior toda la vida, cualquiera que sea la decisión de él sobre ti.
5. Estar dispuesto a dar la vida por la Iglesia, por las almas y por Jesucristo.
Tal vez yo haya sido un poco exigente, pero para aquel que desea ser un “sacerdote del Dios Altísimo”, creo que no se puede pedir menos que eso. Quien opta por la vida sacerdotal debe entregarse en cuerpo y alma a ella; no puede ser más o menos sacerdote o religioso. Sería una frustración para la persona y para Dios. Es mejor ser un buen laico que un mal religioso.
La Iglesia vio en ello el llamado al sacerdocio y también a otras formas de vida religiosa. Jesús es quien llama al joven a la vida sacerdotal, lo que no es fácil. La vida religiosa exige muchas renuncias para ser “todo de Dios”, estar al servicio de su Reino para la edificación de la Iglesia y la salvación de las almas.
La palabra “vocación” viene del latín vocare, que quiere decir “llamar”.
Dios pone en el corazón del joven ese deseo de servirlo radicalmente, sin división, a tiempo completo y de manera integral.
Para discernir ese llamado divino, el joven necesita, sin duda, de un buen director espiritual, un padre o un laico experto para ayudarlo. A continuación algunas señales indicativas de la vocación de un joven al sarcedocio o a la vida religiosa:
1. Querer entregar la vida totalmente a Dios sin guardar nada para sí: ser como Jesús, estar totalmente disponible para el Reino de Dios.
Ser otro Cristo – alter Christus. Abrazar el celibato con gusto, ofreciendo a Dios la renuncia a no tener esposa, hijos, nietos, voluntad propia, etc. Es un matrimonio con Jesús. Él dijo que recibirá el ciento por uno en esta vida y la vida eterna quien dejara todo por su causa y su Reino.
Jesús dijo que las aves tienen sus nidos, pero Él no tiene ni siquiera dónde apoyar la cabeza. Eso es señal de una vida despojada de todo. Nada era para Él, ni la gruta donde nació, ni el burrito que lo llevó a Jerusalén.
El barco donde oró y viajó, el manto que los soldados sortearon tampoco eran de Él. Ni la casa donde vivía en Cafarnaúm pertenecía al Señor. Todo le fue prestado. Cristo fue despojado de todo; a Él sólo le pertenecía la cruz.
Don Bosco dijo que no puede haber mayor gracia para una familia que tener un hijo sacerdote. Es verdad. El padre hace lo que los ángeles no pueden hacer: perdonar los pecados, realizar el milagro de la Eucaristía, volver presente el calvario en cada misa para la salvación del mundo.
2. La vocación religiosa exige que el candidato tenga el deseo de trabajar como Jesús por la salvación de las almas, sin pensar en un proyecto para su vida.
Exige la entrega total en la manos de Dios, deseo de vivir sumergido en el Señor. Le tiene que gustar rezar, estar con Dios, meditar su palabra y participar de la liturgia, pues sin eso no se sustenta una vocación sacerdotal.
El demonio tiene muchas razones para tentar a un sacerdote o a un religioso, pues este le arrebata las almas. Por lo tanto, el religioso consagrado tiene que vivir una vida de extrema vigilancia, mucha oración y mortificación, como dijo Jesús.
3. Amar a la Iglesia de todo corazón, tenerla como madre y maestra, ser sumiso a las enseñanzas de su magisterio. Ser fiel a la Iglesia y a sus pastores, nunca enseñando algo que no esté de acuerdo con el sagrado magisterio de la Iglesia. Vivir lo que decían los santos Padres: sentire cum Ecclesia.
Amar al Papa, a los obispos, a Nuestra Señora, a los ángeles y santos, los sacramentos, la liturgia y todo lo que forma parte de nuestra fe católica. Amar la Biblia y tener gusto en meditarla todos los días.
Desear estudiar teología, filosofía y todo lo que el magisterio sagrado de la Iglesia nos recomienda y enseña. Tener gusto en hacer oración, retiros espirituales y buscar permanentemente la santidad. Aspirar, como dijo san Pablo, a alcanzar la adultez de Cristo; ser un buen pastor para las ovejas.
4. Desear vivir una vida de penitencia, en la sencillez, en la pobreza evangélica, en la obediencia irrestricta a los superiores, abierto a todos a través del diálogo franco. Ser todo para todos. Estar dispuesto a obedecer siempre a su obispo o su superior toda la vida, cualquiera que sea la decisión de él sobre ti.
5. Estar dispuesto a dar la vida por la Iglesia, por las almas y por Jesucristo.
Tal vez yo haya sido un poco exigente, pero para aquel que desea ser un “sacerdote del Dios Altísimo”, creo que no se puede pedir menos que eso. Quien opta por la vida sacerdotal debe entregarse en cuerpo y alma a ella; no puede ser más o menos sacerdote o religioso. Sería una frustración para la persona y para Dios. Es mejor ser un buen laico que un mal religioso.
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