«Miembro destacado de la Orden de Malta,
combatiente de la tercera Cruzada, gran asceta que tuvo el don de
realizar numerosos milagros en Génova, donde es muy venerado»
Hugo Canefri es uno de los más destacados miembros
de la Orden de Malta, a la que pertenecía, y particularmente venerado en
Génova. Vino al mundo en Castellazzo Bormida, Alessandría, Italia. No
existe unanimidad en la fecha; algunos la sitúan en 1148 y otros en
1168. Ésta última quizá sea la más verosímil toda vez que existe
constancia de que ese año su ilustre familia participó en la fundación
de Alessandría iniciada entonces. Su padre era Arnoldo Canefri. Su madre
Valentina Fieschi era hija del conde Hugo di Lavagna, y hermana de
Sinibaldo di Fieschi (pontífice Inocencio IV). El peso de su apellido
era de gran envergadura. Su abuelo paterno había donado
importantes sumas a la iglesia de S. Andrea di Gamondio. Además, tenía
entre los suyos personas destacadas en los estamentos sociales, muy
reputadas por su valía y alta responsabilidad tanto a nivel eclesiástico
como civil, nada menos que condes, reyes, fundadores y santos… Aparte
de ello, no se proporciona información sobre su infancia y adolescencia.
Los datos que se poseen se deben al arzobispo de Génova, Ottone
Ghilini, paisano y contemporáneo suyo, que había pasado por las sedes de
Alessandría y de Bobbio. Fue el papa Gregorio IX quien lo trasladó a
Génova y al instruir el proceso canónico de Hugo, sintetizó por escrito
su virtuosa vida, dando cuenta de sus milagros. Lo que se puede decir de
él con más certeza arranca de la época en la que fue elegido caballero
de la Orden de San Juan de Jerusalén (Orden de Malta), aunque en esa
época sus miembros eran conocidos como hospitalarios y sanjuanistas.
Todo parece indicar que Hugo no debió ser ordenado sacerdote, pero sí
vistió el conocido hábito que en su tiempo se distinguía por su color
negro con una cruz blanca de ocho puntas en alusión a las ocho
bienaventuranzas; el hábito cambió de color algunos años después de su
fallecimiento.
Las cruzadas contra los infieles se hallaban entonces en su apogeo.
Eran muchos los que se integraban en los ejércitos que partían para
liberar Tierra Santa del dominio de los enemigos de la fe cristiana.
Después de la conquista de Jerusalén por Godofredo de Bouillón en 1099,
el hospicio (hubo varios y de distintas nacionalidades) construido junto
al Santo Sepulcro para la atención de los peregrinos, que había sido
dedicado a san Juan, fue donado por el califa de Egipto, Husyafer, al
beato Gerardo de Tenque, fundador de la Orden de Malta. Tras esta
primera Cruzada se convirtió no solo en el lugar donde iban a sanar sus
heridas los caballeros cruzados que lucharon en combate, sino que fue el
origen del nacimiento de la Orden puesta bajo el amparo del pontífice
Pascual II, a petición de fray Gerardo. Cuando Hugo nació, el papa
Calixto II ya le había concedido nuevos privilegios, y el Gran Maestre
Gilbert d’Assailly, el quinto, gozaba de gran prestigio. Esta Orden de
caballería estaba integrada por seculares y también por los caballeros
que habían emitido votos y tenían como objetivo la tuitio fidei et obsequium pauperum
(la defensa de la fe y la ayuda a los pobres, a los que sufren),
dedicándose a las tareas de enfermería. Además, los capellanes, que eran
«una tercera clase», se ocupaban del servicio divino.
Pues bien, Hugo fue uno de los ilustres combatientes en Tierra Santa.
Participó en la tercera Cruzada junto a Conrado di Monferrato y al
cónsul de Vercelli, Guala Bicchieri. Y al regresar de estas campañas,
fue designado capellán de la Encomienda del hospital de san Giovanni di
Pré, en Génova. Desde ese momento, la vida del santo, alejado de las
armas, se centró en la oración y en el ejercicio de la caridad con los
enfermos y marginados que acudían al hospital, además de los peregrinos
que iban y venían de Tierra Santa. A los enfermos los asistió
procurándoles consuelo humano, espiritual y económico. Cuando fallecían,
les daba sepultura con sus propias manos. Pero uno de los rasgos
representativos y más loados de su espiritualidad, junto a su
amabilidad, modestia y piedad, fue su fe. Con ella era capaz, como dice
el evangelio, de trasladar montañas.
Entre otros milagros que se le atribuyen se halla el acaecido un día
de intensísimo calor. Hubo un problema con el suministro del agua, y las
lavanderas del hospital se veían obligadas a recorrer un intrincado
camino para proveerse de ella. Sus lamentos fueron escuchados por Hugo,
quien se apresuró a atenderlas. Entonces le rogaron que pidiese a Dios
un milagro, y él les recomendó que rezasen. Pero a las mujeres les
faltaba fe, y pronto su lamento se tornó en exigencia: él era el único
que podía arrebatar esa gracia; ellas estaban cansadas de tanto trabajo
en medio del sofocante calor. No le agradó a Hugo su propuesta, pero en
aras de la caridad hizo lo que le pedían, y después de orar y de
realizar la señal de la cruz obtuvo de Dios el bien que solicitaban.
También se le atribuye el rescate de una nave que se hallaba a punto de
naufragar, logrado con su oración, y la mutación del agua en vino, que
se produjo en un banquete, al modo que hizo Cristo en las bodas de Caná.
Otros fenómenos místicos que se producían a veces mientras oraba o se
hallaba en misa, momentos en los que podía entrar en éxtasis, fueron
visibles para otras personas, entre ellas el arzobispo de Génova, Otto
Fusco.
Hugo fue un penitente de vida austera (su lecho era una tabla situada
en el sótano del centro hospitalario), que vivió entregado a la
mortificación y al ayuno. Su muerte se produjo en Génova hacia el año
1233, un 8 de octubre. Sus restos fueron enterrados en la primitiva
iglesia en la que residía, sobre la que se erigió la de San Giovanni di
Pré donde hoy día continúan venerándose.
in
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