Raül Llinàs / La Vanguardia 17 agosto 2015
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La señora Azahara Nayar cuenta cómo pasó de terreno conquistado por los yihadistas a la seguridad del exilio en el Kurdistán |
Una estampita de San Jorge ensartando al dragón, pegada en la pared, adorna el cuarto destartalado en el que Victoria relata el día en que espetó en la cara de los yihadistas: "Antes muerta que conversa".
No la mataron, pero las huestes del Estado Islámico castigaron su cristiana resistencia numantina a islamizarse, expulsándola de su pueblecito, Karamish.
Victoria Denan Akona es octogenaria, encorvada, firme y arrugada como un roble. Es diminuta pero enérgica al hablar.
No pregunten cómo, hace un año, cuando el apocalipsis irrumpió en su pueblo, la noche en que los yihadistas asaltaron Karamish e hicieron huir en masa y con lo puesto a todos los cristianos, la anciana ni se enteró, y tampoco nadie se acordó de avisarla.
"Me desperté por la mañana, salí de casa y no vi a nadie en la calle. Me fui a la iglesia, pero estaba vacía. ´¿Dónde estarán el cura y los diáconos?´, me pregunté".
Victoria volvió a casa, y pasó cuatro días dentro hasta que, con la comida caducada, salió en busca de provisiones.
"Por la calle me abordaron dos hombres en moto, cerrándome el paso. ´¿Qué haces que no te has ido?´, me preguntaron. Al verme atónita, se reían a carcajadas".
Aunque reconoce que no llegaron a maltratarla, los yihadistas incordiaron a Victoria y a su cuñada, Azahara Jadr Aliaz Nayar, también octogenaria, a quien casualmente le ocurrió lo mismo. "Me levanté y vi Karamish vacío. Al abrir la puerta de casa, tres hombres acudieron. Me ofrecieron llevarme a un hospital de Mosul para atenderme y darme lo que necesitase a cambio de que me convirtiese. Puesto que me negué, me echaron".
El 16 de agosto del año pasado, el Estado Islámico citó a ambas, y a varios vecinos más asimismo rezagados en el convento de Santa Bárbara, a las afueras de Karamish.
Uno de los vecinos las cargó en su camioneta, arrancaron y se fueron a Erbil. A medio camino, el Estado Islámico los traicionó. "Nos pararon en un control y retuvieron al conductor. Para liberarlo, nos exigieron entregar un millón de dinares iraquíes (unos 760.000 euros)".
"O nos dais el oro u os matamos aquí mismo", prosiguieron aquellas alimañas barbudas y llenas de odio. "Sólo tengo 25.000 dinares. ¿No os vais a apiadar de una anciana?", suplicó Azahara. Lo hicieron a medias: se llevaron diez mil dinares. Al conductor lo liberaron tras entregar todo el oro que tenían aquellos desdichados cristianos, que acabaron alcanzando, algunos a pie, un puesto de control de soldados kurdoiraquíes.
Se habla en cuchicheos angustiosos, de lo ocurrido a Azahara y Victoria, o de lo que sufre aquella pobre vecina de dos bloques más allá, de cuyo marido, Sadalá Elías, no se sabe nada desde que lo capturó el Estado Islámico y se lo llevó a Mosul.
Este barrio de Erbil está habitado por 140 familias cristianas caldeas desde hace muchos meses. Son unos afortunados, sin embargo, porque la gran mayoría se debe conformar ocupando edificios en obras o tiendas de campaña.
"Alojarlos aquí nos cuesta 40.000 dólares (unos 36.000 euros) al mes, dinero que obtenemos gracias a donaciones de Estados Unidos y Europa", explica el padre Paul.
"Toda esta gente que ves aquí procede de las planicies de Nínive, y llegaron en alud el año pasado cuando el Estado Islámico invadió sus pueblos", añade.
Paul, que es tan refugiado como el resto, evidencia agotamiento. "Sólo queremos volver a casa", acaba reconociendo.
Mientras tanto, su hogar es este vecindario, de casas de dos plantas de ladrillo visto. Está edificado en torno a una plaza rectangular donde la vida regresa al atardecer, cuando el sol da tregua. Decenas de niños corretean y se lanzan balones. Las mujeres mayores, sentadas en los portales, hablan en susurros. Los padres juegan al backgammon. En una capilla instalada en un extremo del recinto, una virgen con manto azul ilumina este purgatorio.
Ankawa, el distrito cristiano de Erbil, lleva desde el 2003 recibiendo oleadas de refugiados procedentes de Bagdad y Nínive, que huían a medida que la insurgencia iraquí los ponía en la mirilla al relacionarlos con la fe del Tío Sam. El gobierno kurdoiraquí, tolerante, los acoge.
De tres millones de cristianos de tres ramas distintas que se calcula había en este país antes de la invasión estadounidense de Iraq, hoy se estima que queda medio millón.
"Pedimos al mundo que rece por nosotros. La ayuda humanitaria, por suerte, nos basta", dice monseñor Yusef, que junto a su colega Paul intenta fortalecer la fe de la iglesia cristiana caldea en este exilio al que la desidia internacional los ha condenado. "Tantos años a rastras y jamás en mi vida me preparé para sufrir algo así", confiesa Victoria a la vez que sus arrugas se tersan. "¿Por qué nos han sacado de nuestras casas? ¿Por qué?"
No la mataron, pero las huestes del Estado Islámico castigaron su cristiana resistencia numantina a islamizarse, expulsándola de su pueblecito, Karamish.
Victoria Denan Akona es octogenaria, encorvada, firme y arrugada como un roble. Es diminuta pero enérgica al hablar.
No pregunten cómo, hace un año, cuando el apocalipsis irrumpió en su pueblo, la noche en que los yihadistas asaltaron Karamish e hicieron huir en masa y con lo puesto a todos los cristianos, la anciana ni se enteró, y tampoco nadie se acordó de avisarla.
"Me desperté por la mañana, salí de casa y no vi a nadie en la calle. Me fui a la iglesia, pero estaba vacía. ´¿Dónde estarán el cura y los diáconos?´, me pregunté".
Victoria volvió a casa, y pasó cuatro días dentro hasta que, con la comida caducada, salió en busca de provisiones.
"Por la calle me abordaron dos hombres en moto, cerrándome el paso. ´¿Qué haces que no te has ido?´, me preguntaron. Al verme atónita, se reían a carcajadas".
Aunque reconoce que no llegaron a maltratarla, los yihadistas incordiaron a Victoria y a su cuñada, Azahara Jadr Aliaz Nayar, también octogenaria, a quien casualmente le ocurrió lo mismo. "Me levanté y vi Karamish vacío. Al abrir la puerta de casa, tres hombres acudieron. Me ofrecieron llevarme a un hospital de Mosul para atenderme y darme lo que necesitase a cambio de que me convirtiese. Puesto que me negué, me echaron".
El 16 de agosto del año pasado, el Estado Islámico citó a ambas, y a varios vecinos más asimismo rezagados en el convento de Santa Bárbara, a las afueras de Karamish.
Uno de los vecinos las cargó en su camioneta, arrancaron y se fueron a Erbil. A medio camino, el Estado Islámico los traicionó. "Nos pararon en un control y retuvieron al conductor. Para liberarlo, nos exigieron entregar un millón de dinares iraquíes (unos 760.000 euros)".
"O nos dais el oro u os matamos aquí mismo", prosiguieron aquellas alimañas barbudas y llenas de odio. "Sólo tengo 25.000 dinares. ¿No os vais a apiadar de una anciana?", suplicó Azahara. Lo hicieron a medias: se llevaron diez mil dinares. Al conductor lo liberaron tras entregar todo el oro que tenían aquellos desdichados cristianos, que acabaron alcanzando, algunos a pie, un puesto de control de soldados kurdoiraquíes.
Se habla en cuchicheos angustiosos, de lo ocurrido a Azahara y Victoria, o de lo que sufre aquella pobre vecina de dos bloques más allá, de cuyo marido, Sadalá Elías, no se sabe nada desde que lo capturó el Estado Islámico y se lo llevó a Mosul.
Este barrio de Erbil está habitado por 140 familias cristianas caldeas desde hace muchos meses. Son unos afortunados, sin embargo, porque la gran mayoría se debe conformar ocupando edificios en obras o tiendas de campaña.
"Alojarlos aquí nos cuesta 40.000 dólares (unos 36.000 euros) al mes, dinero que obtenemos gracias a donaciones de Estados Unidos y Europa", explica el padre Paul.
"Toda esta gente que ves aquí procede de las planicies de Nínive, y llegaron en alud el año pasado cuando el Estado Islámico invadió sus pueblos", añade.
Paul, que es tan refugiado como el resto, evidencia agotamiento. "Sólo queremos volver a casa", acaba reconociendo.
Mientras tanto, su hogar es este vecindario, de casas de dos plantas de ladrillo visto. Está edificado en torno a una plaza rectangular donde la vida regresa al atardecer, cuando el sol da tregua. Decenas de niños corretean y se lanzan balones. Las mujeres mayores, sentadas en los portales, hablan en susurros. Los padres juegan al backgammon. En una capilla instalada en un extremo del recinto, una virgen con manto azul ilumina este purgatorio.
Ankawa, el distrito cristiano de Erbil, lleva desde el 2003 recibiendo oleadas de refugiados procedentes de Bagdad y Nínive, que huían a medida que la insurgencia iraquí los ponía en la mirilla al relacionarlos con la fe del Tío Sam. El gobierno kurdoiraquí, tolerante, los acoge.
De tres millones de cristianos de tres ramas distintas que se calcula había en este país antes de la invasión estadounidense de Iraq, hoy se estima que queda medio millón.
"Pedimos al mundo que rece por nosotros. La ayuda humanitaria, por suerte, nos basta", dice monseñor Yusef, que junto a su colega Paul intenta fortalecer la fe de la iglesia cristiana caldea en este exilio al que la desidia internacional los ha condenado. "Tantos años a rastras y jamás en mi vida me preparé para sufrir algo así", confiesa Victoria a la vez que sus arrugas se tersan. "¿Por qué nos han sacado de nuestras casas? ¿Por qué?"
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