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domingo, 19 de maio de 2019

Tuvo que bajarse del tren con sus maletas en medio del desierto: eran sus últimos minutos como ateo

HEMEROTECA La conversión de Brad Birzer, intelectual conservador


Una situación agobiante: el tren se va y te quedas solo en medio de la nada.

Bradley J. Birzer fue uno de los co-fundadores en 2010 del portal The Imaginative Conservative, desde donde ha incrementado la influencia que ya tenía como uno de los principales creadores de opinión en el ámbito del conservadurismo estadounidense.

La biografía e interpretación de Birzer sobre la figura de Russell Kirk realza la condición de converso católico del autor de The conservative mind (1953). Pincha aquí para leer un estudio de Birzer sobre Kirk en The Catholic World Report.


Profesor de Historia en el Hillsdale College de Michigan, ha escrito libros sobre autores contemporáneos referentes del pensamiento tradicional en el mundo anglófono del siglo XX, como Russell Kirk (1918-1994), Christopher Dawson (1889-1970) o J.R.R. Tolkien(1892-1973), o sobre el único católico firmante de la Declaración de Independencia, Charles Carroll of Carrollton (1737-1832), primo del entonces arzobispo de Baltimore.

La obra de Birzer sobre Tolkien, prologada por Joseph Pearce, destaca el significado religioso de la Tierra Media.


Birzer fue educado como católico, pero en la época en la que estudiaba en la Universidad de Notre Dame había perdido la fe. Era 1988, dos años antes de licenciarse, y su país vivía “una década mágica y mística” bajo un “gran presidente”, Ronald Reagan, quien concluiría ese año su segundo mandato: los norteamericanos se sentían “muy orgullosos de liderar la civilización occidental”.


Ese curso, Brad lo hizo en la Universidad de Innsbruck, hermana académica de Notre Dame. Doce meses en Austria que incluyeron un alto vacacional entre semestres: del 1 de febrero y el 1 de marzo. “Un mes de exploración es algo así como el cielo para un veinteañero”, recuerda, así que barajó como destinos Escandinavia, las “misteriosas profundidades” de la Unión Soviética, el Cercano Oriente… “Pero comprendí”, añade, “que nunca dispondría de tanto tiempo para ir a un continente nuevo para mí, África”. Así que dos amigos y él, “tras mucho pensar y poco planificar”, decidieron dirigirse a Marruecos. “De camino”, señala, “me enamoré hasta los tuétanos del sur de España, especialmente de Sevilla”.

La Torre del Oro en primer término, al fondo la Giralda... la cautivadora noche sevillana.


Y al cruzar el Estrecho de Gibraltar, como un bello presagio, una manada de delfines acompañó al barco en su ruta.


Frustración
Pero las cosas no empezaron bien: “La llegada al Norte de África disipó todos esos buenos presagios. Desde el momento en el que bajé del barco en Tánger, la vida se convirtió en un confuso caos, y ni superé mi malestar ni recuperé mis referencias culturales, espirituales o intelectuales. La mejor palabra para describir mi estado mental y anímico era… sobrepasado”.


“Digamos”, explica, “que no estaba nada preparado para la pobreza, para la omnipresencia de los retratos del rey [Hassan II], para las fuertes discusiones de las que parecía capaz cada marroquí”.


Aunque afirma que hizo todo lo posible por conocer y empaparse de la cultura local, la sensación no cambió: “Toda mi memoria de aquel tiempo es de movimiento, movimiento y más movimiento. En la mejor jornada de nuestra estancia –y uno de los días más memorables de mi vida– alquilamos un vehículo y fuimos hasta las aldeas beduinas. Los niños chillaban felices siguiéndonos en grupo por todo el pueblo. A nosotros nos gustaba tanto como a ellos, y competimos llevándoles de la mano cuando paseábamos”.


Al cabo de una semana, Birzer decidió volver a Austria y sus amigos quedarse un poco más, así que se separaron en Fez. Brad no lo sabía entonces, pero estaban a punto de suceder los hechos que desembocarían en su conversión, como él mismo cuenta en un reciente artículo en The Imaginative Conservative (“Sorprendido por la fe: mi odisea marroquí”).


Un error fatal... o no
No sabía francés ni árabe y se sentía “cultural, intelectual y espiritualmente desorientado”. Para colmo de males, tomó por error un tren en sentido contrario al previsto: en vez de dirigirse hacia el este a Rabat, se dirigía hacia el oeste, a la conflictiva frontera con Argelia, en una peligrosa y violenta zona de nadie controlada por milicias irregulares. Ambos países habían estado al borde de la guerra varias veces y llevaban quince años sin relaciones diplomáticas, que justo restablecerían pocos meses después.

Brad descubrió que no viajaba hacia el oeste, de Fez a Rabat, sino hacia el este, en dirección a Argelia, atravesando el desierto.


“Pasé horas en el tren antes de darme cuenta de que me dirigía en el sentido equivocado”, recuerda: “Mi modus operandi durante aquel año en Europa (me había convertido, o eso creía, en un experto del viaje en ferrocarril) consistía en encontrar un compartimento relativamente vacío, colocar mi equipaje y sumergirme en una buena y larga novela. Eso tiene ventajas cuando viajas hacia el lugar correcto, sin preocuparte por nada durante horas salvo en disfrutar del libro. Pero funciona peor cuando te sumerges en la historia sin darte cuenta de que te has equivocado de tren”


Así cuenta él mismo cómo se fue incrementando su angustia:


“Llevaba bastantes horas a bordo cuando comprendí mi error, bastante estúpido y potencialmente peligroso. Me di cuenta de esto último mediante algunas difíciles y chapurreadas conversaciones con varios marroquíes que se habían metido en mi compartimento y querían saber qué hacía un americano en mitad del desierto marroquí. Estaban muy excitados, y creo que no estaban seguros de si yo era una rareza curiosa o bien un intruso molesto.


»Con el compartimento cada vez más abarrotado, en un momento dado uno de los hombres se puso extremadamente agresivo (yo todavía intentaba arreglármelas para seguir ocupado y no llamar la atención mientras leía una novela de Agatha Christie) y empezó a abrir mi mochila, una estupenda Kelty que me había acompañado todo el año. Cuando intentaba impedírselo físicamente (con inquietud, pues no conocía las leyes y podía ser acusado de agresión), la puerta del compartimento se abrió de golpe y entró todo un caballero marroquí, impecablemente vestido con un traje blanco, y empezó a discutir a gritos en árabe con el aspirante a ladrón”.

La narración de Birzer evoca una célebre escena de El hombre que sabía demasiado (Alfred Hitchcock, 1956). James Stewart, Doris Day y su hijo, una familia estadounidense también algo despistada, se encuentran en Marruecos. Durante un viaje (en este caso, en autobús) se ven envueltos en un incidente con un local de mal talante y reciben una ayuda inesperada (Daniel Gélin).


Las voces continuaron unos instantes, hasta que el hombre de blanco se volvió hacia Brad y le dijo, en un inglés fluido: “Joven, está usted en un gran peligro. No tiene ninguna razón para confiar en mí, pero debe hacerlo. Recoja sus cosas y bájese de este tren. Ahora”.


“No tengo ni idea de cuál era mi grado de sensatez en ese instante”, confiesa Birzer, “pero seguí el consejo. Sucedió que el tren se detuvo en ese momento en medio de una nada donde solo había dunas de arena. Salí, y el tren se fue. Allí estaba yo, de pie, solo en un mundo de arena y viento, desprovisto de agua, de árboles o de cualquier cosa que pareciese viva”.

El Expreso Oriental recorre el desierto del este marroquí. Aparece en una escena de Spectre (Sam Mendes, 2015), donde James Bond [Daniel Craig] conoce una sensación parecida a la de Birzer.


¿Fue en este momento cuando su ateísmo empezó a flaquear, y el Dios de la infancia volvió a presentarse como una instancia a quien acudir? “Mientras no dejaba de preguntarme qué locura me había desbordado”, dice, “apareció sobre las dunas un tren que se dirigía en la dirección correcta. Paró y me subí en él. Conseguí completar mi viaje de regreso a Rabat y Gibraltar y luego a España, Francia, Suiza y Austria”.


Segundo misterio en el ferrocarril
Y aquí viene la segunda aventura singular en un tren: “En mi viaje de vuelta tuve un único compañero de viaje en el compartimento durante todo el recorrido a través de Europa: un anciano, un antiguo nazi alemán que se había convertido al catolicismo. Para mi sorpresa (dada mi propensión a viajar solo y en silencio embebido en un libro), me contó toda su vida, su conversión y su fe. Lejos de aburrirme, encontré al hombre absolutamente fascinante y auténticamente sabio. Me recordó a mi abuelo materno, muerto hacía un lustro, el hombre más digno que he conocido jamás”.


En el artículo de The Imaginative Conservative, Brad declara su perdurable perplejidad: “Treinta años después, todavía no estoy seguro de qué pasó exactamente en aquel tren en Marruecos. Pero hay algo que sí sé. Cuando entré en Marruecos, yo era un ateo convencido. Cuando regresé a Austria, me había convertido en un convencido cristiano. El resto del tiempo, de marzo a julio de 1988, lo pasé en Innsbruck leyendo las Sagradas Escrituras, rezando el rosario en largas caminatas y meditando los misterios de la fe católica”.


Y concluye: “Fuera quien fuese aquel hombre vestido de blanco de Marruecos, me devolvió a la fe de la infancia. Fuera quien fuese el hombre de mi tren de regreso a Europa, me condujo a una comprensión adulta de la fe católica. Fue, realmente, un viaje trascendental”.


Adaptado del artículo publicado en ReL el 6 de marzo de 2018.


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