Su informe sirvió para la canonización de la primera santa canadiense
La doctora Jacalyn Duffin vive una doble vocación médica: la hematología y la historia. |
ReL 9 septiembre 2016
Una atea que cree en los milagros. Eso es la hematóloga canadiense Jacalyn Duffin, también experta en Historia de la Medicina.
No es que ella crea que Dios los hace (por eso es atea), simplemente
los ha tenido entre sus manos. Y fue la primera sorprendida cuando vio
la actitud de la Iglesia ante ellos, de escepticismo y confianza en el
juicio de los médicos, creyentes o no.
La doctora Duffin contó el pasado lunes en The New York Times cómo se vio involucrada en la investigación de uno de ellos. Traducimos a continuación el artículo, que constituye un testimonio imprescindible: REFLEXIONANDO SOBRE LOS MILAGROS, MÉDICOS Y RELIGIOSOS No había posibilidad de error en la significación diagnóstica de esa pequeña rayita roja dentro de la célula azul oscuro: el bastón de Auer implicaba que la misteriosa paciente tenía una leucemia mieloide aguda. A medida que pasaban las imágenes, su médula ósea contaba la historia: tratamiento, remisión, recaída, tratamiento, remisión, remisión, remisión.
Yo estaba interpretaando estas muestras de médula en 1987, pero habían
sido extraídas en 1978 y 1979. La media de supervivencia de esa
enfermedad letal con tratamiento estaba en torno a 18 meses; sin
embargo, dado que ya había recaído una vez, supe que tenía que estar muerta.
Probablemente alguien había planteado una demanda judicial, y por eso
mis colegas hematólogos me habían pedido una interpretación a ciegas.
Suponiendo que tendría lugar una agresiva revisión contradictoria ante un tribunal, en mi informe insistí en que ni conocía la historia ni sabía para qué estaba interpretando las muestras. Una vez entregado el trabajo, pregunté a la médico de cabecera de qué se trataba. Ella sonrió y dijo que mi informe se había enviado al Vaticano. Este caso de leucemia estaba siendo estudiado como el milagro definitivo en el dossier de Marie-Marguerite d’Youville, fundadora de la Orden de las Hermanas de la Caridad de Montreal y candidata a convertirse en el primer santo nacido en Canadá.
Como en el caso de la Madre Teresa, que fue canonizada el domingo por el
Papa Francisco, los milagros todavía se utilizan como prueba de que el
candidato está en el cielo y ha intercedido ante Dios en respuesta a una
petición. Normalmente se exigen dos milagros, que suelen ser curaciones que carecen de una explicación natural.
En el caso de la Madre Teresa, el Vaticano concluyó que las oraciones
dirigidas a ella condujeron a la desaparición de un tumor incurable en
una mujer india y a la recuperación repentina de un brasileño con una infección cerebral.
El “milagro” atribuido a D’Youville ya había sido rechazado una vez por el comité médico del Vaticano, a quien no convencía la historia de una primera remisión, una recaída, y una segunda remisión más prolongada. Los clérigos argumentaban que nunca había recaído y que su supervivencia tras la primera remisión era rara pero no imposible. Pero el comité y los defensores de la beata coincidieron en que una interpretación “a ciegas” de las pruebas por otro experto podría servir para reconsiderarlo. Cuando mi informe confirmó lo que habían hallado los médicos de Ottawa, a saber, que ella realmente había tenido una pequeña remisión y luego había recaído, la paciente, que había rezado a D’Youville pidiendo ayuda y, contra todo pronóstico, seguía viva, quiso que yo testificara. El tribunal que me interrogó no era jurídico, sino eclesiástico. No se me preguntó por mi fe. (Para que conste: soy atea.) No se me preguntó si se trataba de un milagro. Se me preguntó si podía explicarlo científicamente. No pude, aunque había acudido a prestar testimonio armada con la más actualizada literatura hematológica, que mostraba que no se conocían supervivencias largas posteriores a recaídas. Cuando, al final, el comité vaticano me preguntó si tenía algo que añadir, yo les espeté que, si bien su supervivencia, tan prolongada, era extraordinaria, estaba convencida de que más pronto o más tarde recaería. ¿Qué haría entonces el Vaticano? ¿Revocaría la canonización? Los clérigos registraron mis dudas. Pero el caso siguió adelante y D’Youville fue canonizada el 9 de diciembre de 1990.
Esa experiencia como hematóloga me condujo a un proyecto de investigación que llevé a cabo en mi otra faceta, la de historiadora de la Medicina.
Tenía curiosidad. ¿Qué otros milagros se habían utilizado en pasadas
canonizaciones? ¿Cuántas eran curaciones? ¿Cuántas implicaban
tratamientos actualizados? ¿Cuántas fueron atendidas por médicos
escépticos como yo? ¿Cómo había ido cambiando todo eso con el paso del
tiempo? ¿Podemos ahora explicar esos desenlaces?
Durante cientos de horas en los archivos del Vaticano, estudié los expedientes de más de 1400 investigaciones de milagros, al menos uno por cada canonización entre 1588 y 1999. Una amplia mayoría (93% del total y 96% de los del siglo XX) eran historias de recuperación de una enfermedad o lesión, tratamientos detallados y testimonios de médicos desconcertados.
Si una persona enferma se recupera por medio de la oración y sin la Medicina, eso está muy bien, pero no es un milagro. Tiene que estar enferma o moribunda a pesar de recibir el mejor de los cuidados. La Iglesia no encuentra incompatibilidad entre la medicina científica y la fe religiosa;
para los creyentes, la medicina es sólo una más de las manifestaciones
de la obra de Dios en la tierra. Contra toda lógica, pues, este antiguo
proceso religioso, dirigido a celebrar vidas ejemplares, es rehén de la
sabiduría relativista y de las opiniones temporales de la ciencia
moderna. Los médicos, como testigos imparciales y como parte no
alineada, son necesarios para corroborar las expectativas de los
esperanzados candidatos. Sólo por esa razón, las historias de enfermedad
coronan las alegaciones milagrosas. Nunca esperé ese escepticismo a la contra y ese énfasis en la ciencia dentro de la Iglesia.
También aprendí más cosas sobre la medicina y sus paralelismos con la
religión. Ambos son sistemas elaborados y evolucionados de creencias. La
medicina tiene su raíz en las explicaciones naturales y las causas,
incluso en ausencia de una prueba definitiva. La religión se define por
lo sobrenatural y la posibilidad de trascendencia. Ambas se dirigen a nuestros apuros como mortales que sufren: una para retrasar la muerte y aliviar los síntomas, la otra para consolarnos y reconciliarnos con el dolor y la pérdida.
El respeto por nuestros pacientes religiosos exige comprensión y tolerancia; sus creencias son tan verdaderas para ellos como los “hechos” pueden serlo para los médicos. Hoy, casi 40 años después, esa mujer misteriosa sigue todavía viva y yo todavía no puedo explicar por qué. En línea con el Vaticano, ella lo llama milagro. ¿Por qué mi incapacidad para ofrecer una explicación tendría que imponerse sobre su creencia? Se interpreten como se interpreten, los milagros existen, porque es así como son vividos en nuestro mundo. Traducción de Carmelo López-Arias.
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