Sor María Julieta lleva 23 años como religiosa: «Todos mis amigos están muertos»
María Julieta Ávila Pérez, apodada "Sor Pistolas", tiene 38 años de edad, y 23 de ellos los ha pasado dentro de una congregación religiosa. Cuando tenía 17 años decidió entrar al convento de las Hermanas Marcelinas. Lo interesante es que su verdadero mundo, antes de sentir el llamado, había sido la calle; las drogas y las pandillas.
"En mi región había bandas callejeras. Salíamos a jugar; me empezaba a meter en círculos que empezaban a drogarse y a beber", cuenta al portal Aleteia. Sor Julieta es de Veracruz (México) y en el barrio donde vivía muchos de sus amigos vendían droga y ella misma llevaba un arma al colegio.
Sin amigos por el narcotráfico
"Algunos vivían armados, y yo cargaba un arma siendo adolescente, estaba siempre a la espera de si salía alguien al encuentro para poder defenderme", comenta. Lo cierto es que no era un arma de fuego sino una navaja, a pesar de ello, en la universidad, ya siendo religiosa, la bautizaron como "Sor Pistolas".
Julieta sabía pelear, ya fuera a puñetazos o con un arma. Participó en peleas callejeras en su etapa de secundaria. "En la región donde vivo había pandillas; había pandillas del Norte, había pandillas del Sur; todo era por regiones, por colonias, por barrios, y mi barrio era muy sonado. Entre barrios nos peleábamos por diferentes cosas", relata.
Sor María Julieta participó en peleas callejeras en su etapa de secundaria.
Por desgracia "empezaba a circular la venta de droga entre mis compañeros, ya sea en la secundaria o en mi grupo de chicos de la calle con los que me juntaba. Cuando circulaba la venta de marihuana, o a veces cocaína, ahí ya no entraba; sabía en lo que me estaba metiendo. No voy a negar que me hicieron propuestas para vender", confiesa.
Sor Julieta recuerda lo que le podía haber pasado si no hubiera encontrado a Dios. "Muchos de mis amigos actualmente están muertos, asesinados por el narcotráfico; otros están metidos en las drogas". De las pocas amigas que tenía en su pandilla, algunas acabaron víctimas de la trata de blancas.
"Un día salí con un amigo en bicicleta y nos abordaron dos chicos; nos agredieron con palos, y cadenas (...). Tiré la bicicleta, porque quería defenderlo, pero mi amigo estaba sangrando (...). Luego descubrí que eran compañeros de la escuela. Estos dos chicos se hicieron de los Zetas, y hoy en día están muertos. Mi otro amigo también está muerto. Los tres están muertos y yo sigo viva, el Señor me ha regalado la vida para dar vida", comenta.
La religiosa reconoce que durante su adolescencia tenía mucha falta de cariño. "Había mucha inquietud dentro de mi vida, de mi corazón. Quería aprender qué era el amor, quería aprender qué cosa significaba tener una familia, qué significaba tener confianza en una persona sin que te defraude. Quería algo bueno, pero en realidad no lo encontraba", afirma.
Un hombre quiso comprarla
"Yo siempre comprendo a los adolescentes que piensan en el suicidio, porque cuando uno no encuentra el hilo con el que se cose la historia, a veces se tienen vacíos profundos. Y entonces uno se pregunta: ¿para qué estoy aquí? Yo, como dos o tres veces, pensé en el suicidio por desesperación, por decepción de la vida (...) Era tanto a veces el sufrimiento que yo no veía que tuviera sentido vivir", explica.
"Mis amigos me admiraban, me querían mucho; tenía muchos amigos varones, más que chicas, teníamos muchas carencias, y este grupo nos afianzaba y a mí me gustaba porque me sentía parte", confiesa sor María Julieta.
La vida en su casa tampoco fue fácil. Era la tercera hija de una familia de nueve y tuvo que madurar pronto para ayudar a sus padres en la crianza de los más pequeños. "Cuidaba perros y limpiaba casas, vendía en los semáforos, hacía comidas... hacía todo lo posible", relata la religiosa mexicana.
"Muchos de mis amigos actualmente están muertos, asesinados por el narcotráfico".
Cuando tenía 14 años, Julieta trabajaba como niñera cuidando a tres niños pequeños. "Una tarde el señor de la casa llegó y me tiró un paquete de dinero y me dijo: 'Quiero todo'. Me espanté, quería salir corriendo; pero él, obviamente, cerró la puerta. Yo temblaba de miedo, pero me dije: 'En el nombre de Dios. Si me ataca, yo ataco y no importa hasta dónde'. Logré liberarme de esa situación, abrí la puerta y escapé", recuerda.
La adolescente llegó a su casa con el temor de que no le creyeran. "Esa noche se encontró el hombre con mi papá. En venganza por no haber sucedido lo que él quería, le inventó una historia y al final le dijo: 'Oye, quiero comprar a tu hija'. Mi papá pensó que yo ya había hecho cosas; pero en realidad no fue así. Teníamos una relación muy fría mi papá y yo. Él desconfiaba mucho de mí", cuenta.
La vida de sor María Julieta se empezaba a complicar cada vez más. "Tenía ideas y las llevaba a cabo; si quería hacer travesuras, las hacía; no medía realmente, no tenía límites, y eso era peligroso (...) Siempre tenía peleas con mis padres porque no respetaba los límites. Yo me percataba de que no tenía miedo de ciertas cosas", comenta.
"Un día llegó mi madre y me dijo: 'hay una denuncia de robo, y dicen que fuiste tú'". Le dolió tanto ver a su madre llorar que decidió cambiar. Mientras tanto comenzó a sentir la vocación a la vida religiosa, una inquietud que se mantuvo hasta que terminó la secundaria.
Pero Julieta sentía atracción por un chico de su pandilla, que era traficante, aunque nunca llegaron a ser novios. Sin embargo, sí tuvo otros novios. Uno de ellos era un vecino. Este chico no era católico sino protestante. Dios se valió de ese muchacho para alejar a Julieta de la pandilla, pues él no pertenecía. Precisamente viviendo esa relación de noviazgo, Julieta sintió el llamado de Dios hacia la vida consagrada.
"Terminé la secundaria, hice mi examen de admisión para entrar en la universidad. Un día me visita una amiga y me dice: '¿Sabes qué?, vengo de visitar un convento, tú también podrías, pues es para todos. 'No, no me gusta'¡, le respondí yo, no quiero ser eso, yo no quiero a los sacerdotes", confiesa la religiosa.
"Yo blasfemé contra los sacerdotes, contra la Iglesia, contra todo. Yo dejé de creer en Cristo, dejé de creer en la Eucaristía (...) No me aprendía ni siquiera el Credo, por eso ni siquiera pasaba el examen para la Primera Comunión. Fui muy fría, fui muy cruel con Dios; yo le pedía siempre pruebas, yo le decía: 'Si Tú existes, haz que esto cambie; si Tú existes, hazme ver esto'", relata.
Aún así, aquellas palabras de su amiga habían hecho su efecto. Mientras se preparaba en la universidad para empezar sus estudios fue a buscar a su madre al trabajo y le dijo: ¡Mamá, quiero que me ayudes; quiero buscar un convento y quiero hacer una experiencia!".
Dos grandes signos de Dios
Dios habría de llegar a la vida de Julieta, desarmándola por completo: "De pronto, empiezo a ver signos muy puntuales. En una ocasión, granizó horrible en la casa de mis papás, se destruyó toda por el granizo. Y yo por primera vez vi a mi papá y a mi mamá hincados, rezando, debajo de la lluvia, hincados y llorando, pidiendo a Dios. Eso me quebrantó el alma, y fue un primer signo", asegura.
"El segundo signo fue la fuerte discusión que tuvimos mi papá y yo por lo de aquel hombre que quería comprarme. Yo fui a la iglesia que estaba atrás de mi casa; fui directa hacia el crucifijo y le dije:' ¡Ya, oye, ya! ¡No se vale, no sé ni quién eres! Mis padres creen en Ti' (...). Le dije que no iba a creer hasta que Él no me diera signos. Y entonces resulta que me llega esa invitación a este convento, del que hablaba esta amiga", afirma.
Después de dos años de discernimiento, entrando y saliendo del convento, decidió abrazar definitivamente la vida religiosa. La cuestión es que aquel muchacho narcotraficante que tanto le había gustado comenzó a visitarla y a llevarle regalitos. "Como que intentaba jalarme hacia afuera otra vez”". En ese momento ella tenía 19 años, y aquel amigo le propuso matrimonio.
Esa fue una de las razones por las que Julieta decidió hacer una pausa de un año en la congregación, a fin de discernir si verdaderamente la vida consagrada era lo suyo. Entró en una profunda crisis emocional y afectiva. Pero algo dentro le decía que aquel matrimonio no era el camino. Años más tarde, cuando Julieta ya era religiosa consagrada, aquel joven fue asesinado en la puerta de su casa.
Después de dos años de discernimiento, decidió abrazar definitivamente la vida religiosa.
Julieta entonces viajó a Italia para comenzar su formación, primero como seglar y finalmente como hermana. Volvió a México y, en Querétaro estudió pedagogía. Después la enviaron a la Ciudad de México para trabajar con los jóvenes de zonas marginadas.
"Hay que ir a dónde están los jóvenes. Así que me empecé a juntar con las bandas, ya que era experta; me empecé a juntar con los jovencitos para saber qué era lo que veían, qué era lo que escuchaban, cómo vivían; fui a sus casas, los visité, conviví con ellos. Uno de ellos me dijo: 'Nosotros sabemos que tú intentas ser como nosotros, que tú intentas sacarnos de aquí'", explica la religiosa.
Además, sor María Julieta, recuperó la relación con sus padres y con sus hermanos. "A la gente le intrigaba, porque no cree que uno pueda cambiar de vida (...). Yo regresé a mi comunidad con un hábito y la gente me empezó a preguntar: ¿por qué dejaste tu familia? Ya no soy la chica rebelde que ellos tenían en casa. El día de mis votos perpetuos vinieron por primera vez a visitarme mi papá y mamá; nunca habían venido antes", concluye.
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