Un análisis del teólogo Enrico Cattaneo
Cada persona es vista por Dios como alguien con nombre y vocación desde la concepción, como el tejedor tiene en su mente el diseño del tapiz |
Actualizado 8 mayo 2015
Sabemos que en cada civilización y cultura la vida humana está rodeada del máximo respeto,
hasta el punto de que el homicidio voluntario está castigado con la
pena máxima, que es variadas según las distintas legislaciones.
Para huir de esta terrible acusación, los defensores de la licitud del aborto justifican su convicción diciendo que el embrión es sólo un grumo de células que forman parte del cuerpo de la mujer y que por lo tanto se pueden suprimir como se suprimen las células tumorales. Si efectivamente el embrión fuera un verdadero ser humano, su supresión sería un acto gravísimo.
Es verdad que en los primerísimos estadios el embrión no tiene aún rasgos humanos y aparece sólo como un conjunto de células en desarrollo, pero esta es sólo una observación superficial, desmentida por la ciencia.
Además, ¿pueden los defensores de la licitud del aborto decir que en la semana número 12 el embrión es aún un grumo de células? A esto ellos responden diciendo que la mujer tiene que ser libre de disponer de su cuerpo.
Aparte del hecho de que nadie está libre de disponer de su propio cuerpo como quiera porque éste es un bien público y, por consiguiente, quien se daña a sí mismo daña a los otros (esto es tan cierto que la ley nos impone llevar casco cuando vamos en moto o abrocharnos el cinturón de seguridad cuando vamos en coche), habría que decir a la mujer que quiere abortar: «Lo que tienes en tu vientre es el cuerpo de ‘otro’; está en ti, está acogido por ti, está en tu cuerpo, pero no es ‘tu’ cuerpo, es el cuerpo de otro».
La Biblia en una época precientífica
Como esta verdad se ha oscurecido también en muchos cristianos que, o bien fingen no verla, o piensan que es más importante salvar la propia reputación, la propia independencia o el propio bienestar más que salvar la vida de un ser humano, veamos qué dice la Biblia acerca de la vida intrauterina.
Recordemos que muchos conocimientos sobre la biología de la reproducción humana se alcanzaron sólo a partir de la segunda mitad del siglo XX.
Durante milenios los hombres no sabían cómo tenía lugar la fecundación, aunque constataban que el embarazo duraba nueve meses. La idea que prevalecía era que el útero de la mujer era únicamente un receptáculo nutritivo y que la nueva criatura le debía todo al semen del padre.
El problema del alma
En la Edad Media los teólogos se plantearon además el problema de cuál era el momento exacto en el que Dios infundía el alma humana en el embrión.
Efectivamente, en sus primeros estadios el embrión es tan pequeño que es difícilmente observable y sólo después de varias semanas empieza a ser visible y a tener una forma humana. Así, algunos pensaban que se infundía el alma en el cuerpo con la aparición de esa forma. Por lo tanto, antes de recibir el alma, decían, el embrión sólo es capaz de recibir una vida humana, es decir, el alma, pero no es aún una persona humana.
Hoy, sin embargo, la ciencia ha hechos progresos increíbles y sabemos que el óvulo fecundado, o zigoto, está formado en igual medida por la fusión de los gametos del padre y de la madre y que este óvulo fecundado tiene desde el primer instante su propio ADN, distinto al de sus progenitores.
Aunque aún no se vea nada ya está todo “programado”: sexo, color del cabello y de los ojos, etc., etc.; el óvulo fecundado sólo tiene que crecer y desarrollarse según esa “programación” que es, efectivamente, su “alma”, un alma humana y, por lo tanto, espiritual, creada por Dios; allí hay un ser humano nuevo que antes no existía.
No hay ninguna comparación con los espermatozoides masculinos o con el óvulo femenino tomados separadamente: estos forman parte del cuerpo del hombre o de la mujer y pueden perderse, como sucede en la naturaleza en la mayor parte de los casos, mientras que el óvulo fecundado es un nuevo ser.
Esto es tan cierto que el cuerpo de la mujer lo advierte enseguida y pone en marcha toda una serie de procesos para acoger a esta nueva criatura.
Ahora bien, los hombres que han escrito la Biblia no sabían nada de todo esto. Por eso, será aún más interesante ver como hablan de la vida intrauterina.
"Tú me has tejido en las entrañas de mi madre"
Empecemos por el Salmo 139 (o 138 en la traducción latina), un texto de al menos 500 años antes de Cristo. La Biblia atribuye su redacción a David, pero los expertos dicen que se trata de una atribución convencional; en realidad no conocemos al autor, que probablemente era un sacerdote encargado del Templo.
En su oración, él empieza reconociendo que Dios está presente en todas partes y conoce cada cosa, también las más secretas, también los pensamientos. Y reflexionando sobre su propia vida, este sacerdote-poeta (de hecho, los salmos son poesías) no piensa en absoluto que su existencia inició con el nacimiento, sino que está convencido de que empezó antes, cuando él todavía estaba en el útero de su madre. La cosa sorprendente es que hablando de ese periodo en el que estaba en gestación, dice “yo”; si pudiera utilizar el lenguaje de hoy, diría: “¡Ese embrión era yo!”.
Así se expresa hablando a Dios: «Porque tú mis riñones has formado, me has tejido en el vientre de mi madre» (v. 13).
Es decir, no estaba todavía perfectamente formado, era como una tela que se estaba tejiendo en la que aún no se ve el dibujo acabado, pero en la mente del tejedor (=Dios) ese dibujo ya estaba ¡y era yo!
Y sigue: «Y mis huesos no se te ocultaban, cuando era yo formado en lo secreto, tejido en las honduras de la tierra» (v. 15). El seno materno es misterioso, como las profundidades de la tierra, pero Dios las conoce y ve ese “tejido” mientras se está formando: «Mi embrión tus ojos lo veían; en tu libro están inscritos todos los días que han sido señalados, sin que aún exista uno solo de ellos» (v. 16).
Es verdad que nosotros contamos nuestros días desde el momento del nacimiento, pero Dios empieza a contarlos antes, porque Él «exaltó nuestros días desde el seno materno» (Si 50,22).
Del mismo modo habla Job cuando describe su vida intrauterina: no es la vida de otra cosa, de un grumo de células que después se han convertido en él; no, era ya él mismo: « Tus manos me formaron, me plasmaron, … De piel y de carne me vestiste y me tejiste de huesos y de nervios» (Jb 10,8-11).
También él diría hoy: “Ese embrión, ¡era yo!”.
Para los antiguos, la concepción era un hecho misterioso para el hombre pero no para Dios, por lo que no podía haber dudas sobre la continuidad que hay entre el concebido y el nacido.
Dice la madre de los hermanos Macabeos, mártires por su fidelidad a la ley mosaica: «Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno» (2M 7,22).
Es evidente que esto es obra de Dios: «Así dice Yahveh que te creó, te plasmó ya en el seno» (Is 44,2). Es siempre el mismo “tú”, ya sea antes que después del nacimiento, como dice Tobías a su hijo: «Acuérdate, hijo, de que ella pasó muchos trabajos por ti cuando te llevaba en su seno» (Tb 4,4).
Ser profeta antes de nacer
Pasemos ahora el profeta Jeremías, sacerdote nacido en la región al norte de Jerusalén hacia el año 650 a.C. He aquí lo que ha escrito, refiriendo las palabras que le fueron dirigidas por Dios mismo: «Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado» (Jr 1,5).
Este texto es extraordinario: Dios trata a Jeremías como una persona y lo “consagra” profeta antes incluso de que nazca. Y mientras se está formando en el seno materno, Dios le dice: «Te conocía», ¡como si conociera a una persona! Otro profeta, cuyos oráculos han sido incluidos en el libro de Isaías, dice: «Escuchadme… oíd atentamente», como diciendo, "mirad, estoy a punto de decir algo sorprendente": «Yahveh desde el seno materno me llamó; desde las entrañas de mi madre recordó mi nombre» (Is 49,1).
Lo que nosotros llamamos embrión para Dios tiene un nombre, ¡es una persona! Y ya entonces ha recibido una vocación, ha sido llamado al servicio divino: «Ahora, pues, dice Yahveh, el que me plasmó desde el seno materno para siervo suyo» (Is 49,5).
Lo mismo dirá Pablo mucho tiempo después cuando afirme: «(…) Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia» (Ga 1,15).
Dios no espera a que una persona sea adulta para entrar en relación con ella, sino que lo hace desde la concepción; así, el salmista puede decir: «En ti tengo mi apoyo desde el seno, tú mi porción desde las entrañas de mi madre» (Sal 71,6).
Y Lucas, en su Evangelio, dice sobre Juan Bautista, refiriendo las palabras del ángel: «estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre» (Lc 1,15).
Los antiguos no tenían instrumentos para ver cómo era el feto dentro del vientre de una madre, pero ¡vaya si ella lo sentía! El Evangelio de Lucas nos relata que cuando Maria, que acababa de quedarse embarazada de Jesús por obra del Espíritu Santo, fue a ver a su prima Isabel, - que esperaba un niño y estaba en el sexto mes de embarazo -, sucedió algo extraordinario: apenas Isabel oyó la voz de María saludándola, ¡el niño que llevaba en su seno dio un salto de alegría! ¡Ni ecografías ni nada!
Gracias a este hecho Isabel comprendió que María estaba embarazada (¡no podía verlo porque María estaba como máximo de tres semanas!) y la llama “madre de mi Señor”. También este título es sorprendente: nos dice que una mujer que espera un niño, aunque acabe de ser concebido, aunque sea aún invisible, ¡es ya madre!
La Inmaculada Concepción y el siglo XIX
La doctrina católica tiene un dogma (es decir, una enseñanza que la Iglesia proclama como revelada por Dios) que tiene repercusiones importantísimas sobre este tema: es el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado por el beato Pío IX el 8 de diciembre de 1854.
En esa época la ciencia no sabía casi nada sobre la fecundación humana, pero la fe de la Iglesia ha demostrado tener una claridad sorprendente que ha precedido a la ciencia.
¿Qué dice este dogma? Que la Beata Virgen María, desde el momento de su concepción, ha estado “llena de gracia” y por lo tanto, en previsión de los méritos de Cristo Salvador, fue preservada del pecado original. Esto significa que la Virgen María desde el primer instante de su existencia tenía un alma espiritual, capaz de recibir la gracia de la santificación, y por eso se llama “Inmaculada Concepción”.
Este dogma nos enseña algunas cosas importantes para nuestro argumento: primero, un ser humano empieza a existir desde el primer instante de su concepción; segundo, este ser humano tiene, desde el primer instante, un alma espiritual y por eso es una persona humana.
Si es una persona humana hay que respetarla en todos sus aspectos y, ante todo, en su derecho a la vida.
Desde el punto de vista y el lenguaje de la Biblia podemos decir que a los ojos de Dios, desde el primer instante, cada embrión humano tiene un nombre, es conocido y amado por Dios como un “tú”.
Si por causas naturales o - desgraciadamente - por deliberada voluntad humana, este embrión no tiene posibilidad de desarrollarse, crecer y nacer, podemos pensar que Dios no lo abandona, porque para Él ya es una persona; podemos pensar también que le comunica su gracia y que en la resurrección final Dios hará que la “programación” que ya existía y que fue interrumpida sea llevada a cumplimiento, y de la mejor manera.
Para huir de esta terrible acusación, los defensores de la licitud del aborto justifican su convicción diciendo que el embrión es sólo un grumo de células que forman parte del cuerpo de la mujer y que por lo tanto se pueden suprimir como se suprimen las células tumorales. Si efectivamente el embrión fuera un verdadero ser humano, su supresión sería un acto gravísimo.
Es verdad que en los primerísimos estadios el embrión no tiene aún rasgos humanos y aparece sólo como un conjunto de células en desarrollo, pero esta es sólo una observación superficial, desmentida por la ciencia.
Además, ¿pueden los defensores de la licitud del aborto decir que en la semana número 12 el embrión es aún un grumo de células? A esto ellos responden diciendo que la mujer tiene que ser libre de disponer de su cuerpo.
Aparte del hecho de que nadie está libre de disponer de su propio cuerpo como quiera porque éste es un bien público y, por consiguiente, quien se daña a sí mismo daña a los otros (esto es tan cierto que la ley nos impone llevar casco cuando vamos en moto o abrocharnos el cinturón de seguridad cuando vamos en coche), habría que decir a la mujer que quiere abortar: «Lo que tienes en tu vientre es el cuerpo de ‘otro’; está en ti, está acogido por ti, está en tu cuerpo, pero no es ‘tu’ cuerpo, es el cuerpo de otro».
La Biblia en una época precientífica
Como esta verdad se ha oscurecido también en muchos cristianos que, o bien fingen no verla, o piensan que es más importante salvar la propia reputación, la propia independencia o el propio bienestar más que salvar la vida de un ser humano, veamos qué dice la Biblia acerca de la vida intrauterina.
Recordemos que muchos conocimientos sobre la biología de la reproducción humana se alcanzaron sólo a partir de la segunda mitad del siglo XX.
Durante milenios los hombres no sabían cómo tenía lugar la fecundación, aunque constataban que el embarazo duraba nueve meses. La idea que prevalecía era que el útero de la mujer era únicamente un receptáculo nutritivo y que la nueva criatura le debía todo al semen del padre.
El problema del alma
En la Edad Media los teólogos se plantearon además el problema de cuál era el momento exacto en el que Dios infundía el alma humana en el embrión.
Efectivamente, en sus primeros estadios el embrión es tan pequeño que es difícilmente observable y sólo después de varias semanas empieza a ser visible y a tener una forma humana. Así, algunos pensaban que se infundía el alma en el cuerpo con la aparición de esa forma. Por lo tanto, antes de recibir el alma, decían, el embrión sólo es capaz de recibir una vida humana, es decir, el alma, pero no es aún una persona humana.
Hoy, sin embargo, la ciencia ha hechos progresos increíbles y sabemos que el óvulo fecundado, o zigoto, está formado en igual medida por la fusión de los gametos del padre y de la madre y que este óvulo fecundado tiene desde el primer instante su propio ADN, distinto al de sus progenitores.
Aunque aún no se vea nada ya está todo “programado”: sexo, color del cabello y de los ojos, etc., etc.; el óvulo fecundado sólo tiene que crecer y desarrollarse según esa “programación” que es, efectivamente, su “alma”, un alma humana y, por lo tanto, espiritual, creada por Dios; allí hay un ser humano nuevo que antes no existía.
No hay ninguna comparación con los espermatozoides masculinos o con el óvulo femenino tomados separadamente: estos forman parte del cuerpo del hombre o de la mujer y pueden perderse, como sucede en la naturaleza en la mayor parte de los casos, mientras que el óvulo fecundado es un nuevo ser.
Esto es tan cierto que el cuerpo de la mujer lo advierte enseguida y pone en marcha toda una serie de procesos para acoger a esta nueva criatura.
Ahora bien, los hombres que han escrito la Biblia no sabían nada de todo esto. Por eso, será aún más interesante ver como hablan de la vida intrauterina.
"Tú me has tejido en las entrañas de mi madre"
Empecemos por el Salmo 139 (o 138 en la traducción latina), un texto de al menos 500 años antes de Cristo. La Biblia atribuye su redacción a David, pero los expertos dicen que se trata de una atribución convencional; en realidad no conocemos al autor, que probablemente era un sacerdote encargado del Templo.
En su oración, él empieza reconociendo que Dios está presente en todas partes y conoce cada cosa, también las más secretas, también los pensamientos. Y reflexionando sobre su propia vida, este sacerdote-poeta (de hecho, los salmos son poesías) no piensa en absoluto que su existencia inició con el nacimiento, sino que está convencido de que empezó antes, cuando él todavía estaba en el útero de su madre. La cosa sorprendente es que hablando de ese periodo en el que estaba en gestación, dice “yo”; si pudiera utilizar el lenguaje de hoy, diría: “¡Ese embrión era yo!”.
Así se expresa hablando a Dios: «Porque tú mis riñones has formado, me has tejido en el vientre de mi madre» (v. 13).
Es decir, no estaba todavía perfectamente formado, era como una tela que se estaba tejiendo en la que aún no se ve el dibujo acabado, pero en la mente del tejedor (=Dios) ese dibujo ya estaba ¡y era yo!
Y sigue: «Y mis huesos no se te ocultaban, cuando era yo formado en lo secreto, tejido en las honduras de la tierra» (v. 15). El seno materno es misterioso, como las profundidades de la tierra, pero Dios las conoce y ve ese “tejido” mientras se está formando: «Mi embrión tus ojos lo veían; en tu libro están inscritos todos los días que han sido señalados, sin que aún exista uno solo de ellos» (v. 16).
Es verdad que nosotros contamos nuestros días desde el momento del nacimiento, pero Dios empieza a contarlos antes, porque Él «exaltó nuestros días desde el seno materno» (Si 50,22).
Del mismo modo habla Job cuando describe su vida intrauterina: no es la vida de otra cosa, de un grumo de células que después se han convertido en él; no, era ya él mismo: « Tus manos me formaron, me plasmaron, … De piel y de carne me vestiste y me tejiste de huesos y de nervios» (Jb 10,8-11).
También él diría hoy: “Ese embrión, ¡era yo!”.
Para los antiguos, la concepción era un hecho misterioso para el hombre pero no para Dios, por lo que no podía haber dudas sobre la continuidad que hay entre el concebido y el nacido.
Dice la madre de los hermanos Macabeos, mártires por su fidelidad a la ley mosaica: «Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno» (2M 7,22).
Es evidente que esto es obra de Dios: «Así dice Yahveh que te creó, te plasmó ya en el seno» (Is 44,2). Es siempre el mismo “tú”, ya sea antes que después del nacimiento, como dice Tobías a su hijo: «Acuérdate, hijo, de que ella pasó muchos trabajos por ti cuando te llevaba en su seno» (Tb 4,4).
Ser profeta antes de nacer
Pasemos ahora el profeta Jeremías, sacerdote nacido en la región al norte de Jerusalén hacia el año 650 a.C. He aquí lo que ha escrito, refiriendo las palabras que le fueron dirigidas por Dios mismo: «Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado» (Jr 1,5).
Este texto es extraordinario: Dios trata a Jeremías como una persona y lo “consagra” profeta antes incluso de que nazca. Y mientras se está formando en el seno materno, Dios le dice: «Te conocía», ¡como si conociera a una persona! Otro profeta, cuyos oráculos han sido incluidos en el libro de Isaías, dice: «Escuchadme… oíd atentamente», como diciendo, "mirad, estoy a punto de decir algo sorprendente": «Yahveh desde el seno materno me llamó; desde las entrañas de mi madre recordó mi nombre» (Is 49,1).
Lo que nosotros llamamos embrión para Dios tiene un nombre, ¡es una persona! Y ya entonces ha recibido una vocación, ha sido llamado al servicio divino: «Ahora, pues, dice Yahveh, el que me plasmó desde el seno materno para siervo suyo» (Is 49,5).
Lo mismo dirá Pablo mucho tiempo después cuando afirme: «(…) Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia» (Ga 1,15).
Dios no espera a que una persona sea adulta para entrar en relación con ella, sino que lo hace desde la concepción; así, el salmista puede decir: «En ti tengo mi apoyo desde el seno, tú mi porción desde las entrañas de mi madre» (Sal 71,6).
Y Lucas, en su Evangelio, dice sobre Juan Bautista, refiriendo las palabras del ángel: «estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre» (Lc 1,15).
Los antiguos no tenían instrumentos para ver cómo era el feto dentro del vientre de una madre, pero ¡vaya si ella lo sentía! El Evangelio de Lucas nos relata que cuando Maria, que acababa de quedarse embarazada de Jesús por obra del Espíritu Santo, fue a ver a su prima Isabel, - que esperaba un niño y estaba en el sexto mes de embarazo -, sucedió algo extraordinario: apenas Isabel oyó la voz de María saludándola, ¡el niño que llevaba en su seno dio un salto de alegría! ¡Ni ecografías ni nada!
Gracias a este hecho Isabel comprendió que María estaba embarazada (¡no podía verlo porque María estaba como máximo de tres semanas!) y la llama “madre de mi Señor”. También este título es sorprendente: nos dice que una mujer que espera un niño, aunque acabe de ser concebido, aunque sea aún invisible, ¡es ya madre!
La Inmaculada Concepción y el siglo XIX
La doctrina católica tiene un dogma (es decir, una enseñanza que la Iglesia proclama como revelada por Dios) que tiene repercusiones importantísimas sobre este tema: es el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado por el beato Pío IX el 8 de diciembre de 1854.
En esa época la ciencia no sabía casi nada sobre la fecundación humana, pero la fe de la Iglesia ha demostrado tener una claridad sorprendente que ha precedido a la ciencia.
¿Qué dice este dogma? Que la Beata Virgen María, desde el momento de su concepción, ha estado “llena de gracia” y por lo tanto, en previsión de los méritos de Cristo Salvador, fue preservada del pecado original. Esto significa que la Virgen María desde el primer instante de su existencia tenía un alma espiritual, capaz de recibir la gracia de la santificación, y por eso se llama “Inmaculada Concepción”.
Este dogma nos enseña algunas cosas importantes para nuestro argumento: primero, un ser humano empieza a existir desde el primer instante de su concepción; segundo, este ser humano tiene, desde el primer instante, un alma espiritual y por eso es una persona humana.
Si es una persona humana hay que respetarla en todos sus aspectos y, ante todo, en su derecho a la vida.
Desde el punto de vista y el lenguaje de la Biblia podemos decir que a los ojos de Dios, desde el primer instante, cada embrión humano tiene un nombre, es conocido y amado por Dios como un “tú”.
Si por causas naturales o - desgraciadamente - por deliberada voluntad humana, este embrión no tiene posibilidad de desarrollarse, crecer y nacer, podemos pensar que Dios no lo abandona, porque para Él ya es una persona; podemos pensar también que le comunica su gracia y que en la resurrección final Dios hará que la “programación” que ya existía y que fue interrumpida sea llevada a cumplimiento, y de la mejor manera.
(Traducción del original italiano de La Bussola Quotidiana por Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares; Enrico Cattanea es un popular teólogo y escritor jesuita italiano)
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