Transhumanismo |
Observatorio de Bioética – Universidad Católica de Valencia
La idea de «emancipación», que cancela toda confianza en lo establecido por la tradición, las costumbres y la propia naturaleza, apela a la subversión contra «lo dado». El epílogo de este impulso emancipador es, sin duda, el transhumanismo, cuyo objetivo radica en la superación de las limitaciones humanas «mediante el desarrollo de una tecnología que mejore las capacidades humanas, tanto a nivel físico como psicológico o intelectual[i]».
Este objetivo, sin embargo, deviene distópico cuando el futuro que evoca empeora el presente que descarta, recayendo en una suerte de totalitarismo que privilegia a los emancipadores y margina a quienes, en atención a sus convicciones y al propio sentido común, se resisten a abandonar la comprensión teleológica de «lo natural»; cuando somete tiránicamente a sus imposiciones colectivas a quienes, por razones económicas, sociales o culturales, han avanzado menos en la senda del progreso tecnológico[ii].
Amparándose en las tesis ilustradas de los últimos siglos, la emancipación transhumanista se ha identificado con la idea de una libertad que se vertebra sobre los siguientes ejes: a) el abandono progresivo de la dependencia de «lo natural»; b) la racionalización de la vida orgánica en torno al conocimiento científico[iii]; y c) el mito de un progreso indefinido, cuyo timón debería transitar desde la imprecisa evolución y la impredecible providencia, hasta la fiable tecnología y la firme determinación de una voluntad humana que aspira a superar su vulnerabilidad.
Cabe preguntarse, sin embargo, si la radical emancipación del ser humano frente a su naturaleza constituye un verdadero progreso o representa, por el contrario, la regresión a nuestro primitivo estado de naturaleza. Un estado en el que la praxis se ordenaba al sometimiento de la naturaleza y al imperativo de la conservación.
Porque, en efecto, algunos progresos se explican por los cambios acaecidos en un ámbito que se define por la indicación de un fin, en relación con el cual dichos cambios se interpretan como mejoras. Se trata, por ejemplo, de los progresos que se producen en la construcción de un artefacto. Ciertamente, ninguna mejora se entendería como tal si el artefacto no llegara nunca a terminarse. Pero también hay progresos que no aspiran al logro de un estado final, sino que sirven a un fin último que existe previamente[iv]. Se trata de los progresos que acaecen en la vida de los seres personales, cuyo telos existe de antemano.
La cuestión de emancipación
No es baladí, por tanto, que nos preguntemos por el sujeto al que se refiere la emancipación transhumanista ¿quién es aquel que se emancipa? ¿Se trata de un sujeto de libertad abstracto, esto es, del colectivo que engloba a la totalidad de las personas? ¿O de un cogito puro, de un haz de sensaciones que aspira a emanciparse de todas las condiciones naturales no elegidas por él? ¿O, sencillamente, se trata de «alguien» que constituye un fin en sí mismo y cuyo despliegue en el espacio de su esencia no es independiente de sus condiciones naturales ni de las normas morales que se siguen del hecho de ser, amén de un ser natural, también una persona?[v] .
Si se tratara de un «sujeto de libertad abstracto», el emancipado sería eso a lo que llamamos: «La humanidad». Pero, como es fácil observar, ésta no es un grupo, ni una institución, ni sujeto alguno de un querer común al que se le puedan atribuir progresos o retrocesos, emancipación o servidumbre. Suele ocurrir, además, que en los progresos atribuidos a los sujetos colectivos aparece siempre un momento de relatividad, pues un grupo mejora siempre en comparación con otros grupos o incluso a su costa[vi]. La humanidad, en definitiva, se concreta en las personas particulares.
Si el sujeto emancipado fuera un «haz de sensaciones», esto es, un cogito puro, la emancipación consistiría en la liberación de las ataduras físicas que le engendran dolor. Y bien podría concretarse en el uso de las técnicas desarrolladas por las neurociencias y la nanorobótica, insertando sus recuerdos y experiencias en organismos artificiales inmunes al dolor (cyborgs); o en la manipulación de sus disposiciones biológicas mediante la ingeniería genética o el uso de drogas estimulantes y alucinógenas[vii], cuya administración debería confiarse a entidades externas al individuo, humanas o artificiales, al objeto de controlar la adicción y evitar la sobredosis. Esto, evidentemente, anularía el principio de autonomía que sustenta la propia idea de emancipación.
En cualquier caso, cuando lo natural se presenta como aquello de lo que hay que emanciparse, tiene sentido que sea «lo artificial» quien lleve a cabo la transformación de lo natural en artefactual. Y una emancipación conducente a la transformación del ser humano en biorrobot -o en un drogodependiente controlado por un algoritmo- cancelaría todo vínculo con la esencia del hombre e implicaría el socavamiento de la ética de la especie humana, que tiene su fundamento –como sugiere Jürgen Habermas –en la autonomía moral del hombre y en su «no-dependencia» de decisiones unilaterales externas[viii]
Mito del progreso y transhumanismo
Como hemos señalado, la idea de progreso, referida al hombre, se corresponde con la maduración de un individuo que es ya, en sí mismo y por sí mismo, un fin dado de antemano. De «alguien» -y no «algo» que se mantiene substancialmente idéntico en sus movimientos accidentales. Resulta impropio, por tanto, equiparar la emancipación transhumanista con el progreso cuando, bajo la tutela de lo artefactual, aspira a dejar atrás al propio ser humano. No sólo porque el concepto «progreso», referido al ser humano, se convierte en una afirmación vacía cuando no son los hombres quienes progresan, sino porque los factores cuya mejora o retroceso contribuyen al despliegue de las potencialidades humanas, exceden al periclitar de su vulnerabilidad biológica y tienen que ver, en su lugar, con la conquista de la libertad y con el logro de su vida. La emancipación que propone el transhumanismo no es sino un instrumento de autoalienación, una peligrosa superstición que abre un abismo con el pensamiento universal que se ha caracterizado, desde los comienzos de su existencia, por el reconocimiento de la dignidad del hombre, de todos-y-cada-uno de los hombres.
Pero si el epílogo del impulso emancipador moderno es el transhumanismo –cuyas consecuencias radicales todavía están por venir- su prólogo hay que buscarlo en la llamada «perspectiva de género»[ix], cuya génesis resulta del largo proceso de «desteologización» de la naturaleza que, probablemente, se inició con la escolástica medieval y su exégesis del argumento tomista que interpretaba el hallazgo de estructuras finales en las cosas del mundo como una prueba racional de la existencia de Dios. El nominalismo, en efecto, abrió una nueva perspectiva en la comprensión de la naturaleza que, a la postre, resultaría determinante para la fundamentación del postfeminismo de género: si la flecha no alberga intención alguna es, sencillamente, porque la finalidad existe sólo en el obrar consciente, esto es: en el arquero. La flecha no muestra el rostro del arquero, sino sólo las leyes mecánicas de las que éste se sirve. Por analogía, tampoco la naturaleza muestra otra cosa que leyes mecánicas que rigen a unos seres naturales que actúan sin conocer su fin, esto es: que se comportan como máquinas[x]. Es así como, desde el siglo XVI, la naturaleza devino un reino sin trascendencia, exterioridad que no es por sí misma[xi]. Y también como, la consideración independiente de naturaleza y conciencia, tornó a ambas contradictorias e inconmensurables, haciendo impensable la idea de persona[xii].
La ciencia moderna sucumbió, también, al veredicto cartesiano que escinde el concepto de vida humana en cuerpo y conciencia, abriendo así la puerta que condujo a la destrucción del concepto de persona y de la idea de una teleología natural[xiii]. Esta escisión tuvo su primera formulación formal con John Locke[xiv], para quien la identidad de la conciencia no descansa en la identidad de su poseedor, sino que sucede al revés: la propia «persona» es conciencia de la identidad[xv]. También Hume, tras preguntarse por cuánto tiempo se mantiene idéntico a sí mismo un ente cualquiera, desdeñó la idea de una «identidad» personal[xvi]. Finalmente, Derek Parfit[xvii], sobre la base de dos supuestos imaginarios[xviii], concluyó que sólo existen los estados de conciencia y los recuerdos que de ellos quedan. Cada hombre sería nuevo al despertar a la conciencia tras el sueño y los recuerdos que guarda del pasado, sólo sería la «herencia» de un hombre anterior. De este modo, el concepto de «persona» se convirtió, utilizando la terminología nietzschiana, en una «metáfora gastada», en una moneda que ha perdido su troquelado. Bastaría con crear nuevos nombres, valores y verosimilitudes, para crear, a largo plazo, nuevas realidades[xix].
La teoría de género como antesala del transhumanismo
Ésta es, precisamente, la orientación que la perspectiva de género ha querido dar al radical epistemológico de su teoría «performativa»: el término queer. Sobre la base del deconstruccionismo post-estructuralista, queer expresaría que la configuración de la identidad sexual se abandona a la continua y libre determinación del individuo en el transcurso de su vida[xx]. La clasificación de los individuos en categorías universales como “hombre” o “mujer”, “heterosexual” y “homosexual”, ocultaría muchas variaciones culturales, ninguna de las cuales es más “natural” que las otras. De hecho, lo natural no existiría. Y si lo hiciera, carecería de valor normativo. De este modo, la perspectiva de género ha convertido las categorías de sexo y género en irrelevantes para la determinación de una identidad sexual susceptible de ser deconstruida y reconstruida permanentemente. La perspectiva de género, en definitiva, se erige como un nuevo paradigma antropológico que postula la emancipación del “yo” frente a toda determinación natural, biológica o cultural.
La implementación de esta perspectiva en el ámbito educativo, a instancias de las autoridades políticas regionales, nacionales y transnacionales, tiene el potencial de configurar la conciencia moral de las generaciones venideras, abriéndolas a la aceptación acrítica de la distopía emancipadora transhumanista. De ahí que, desde el Observatorio de Bioética de la Universidad Católica de Valencia y el Instituto de Ciencias de la Vida, alertemos sobre la urgencia de divulgar los saberes aportados por la Ciencia Médica, la Filosofía, la Teología y el propio Derecho Natural, al objeto de proteger a nuestros hijos frente a la imposición de una ideología que aboga por la desnaturalización de la especie humana. O lo que es lo mismo, al objeto de preservar la dignidad de aquel cuya belleza deja en sombra los tesoros de la tierra: el ser humano.
Enrique Burguete
Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir
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