«De esta fundadora de las Esclavas del Sagrado Corazón, Pío XII dijo
que fue una mártir en la sombra. Compartió el mismo ideal con su
hermana, aunque dentro de la orden tuvo que vivir también la separación
de ella que le fue impuesta»
Santa Rafaela María del Sagrado Corazón |
(ZENIT – Madrid).- En esta festividad de la Epifanía
del Señor, celebramos también la vida de Rafaela María del Rosario
Francisca Rudesinda Porras y Ayllón. Nació en Pedro Abad, Córdoba,
España, el 1 de marzo de 1850 en una familia de alta posición social.
Fueron trece hermanos, once varones, su hermana Dolores y ella. A los 4
años perdió a su padre. El 25 de marzo de 1865, a los 15 años, en la
parroquia de san Juan de los Caballeros hizo voto de castidad perpetua.
Quizá no tenía claro lo que iba a ser de su vida, pero apuntaba
claramente a la consagración. Todo eso se concretó muy pronto cuando en
1869, alrededor de sus 19 años, pasó por el nuevo y duro trance de ver
morir a su madre hallándose sola junto a ella: «Prometí al Señor no
poner jamás mi afecto en criatura alguna». Después, las dos hermanas,
que compartían similares ideales, acrecentaron su piedad y las obras de
caridad.
Una vez que se casaron dos de sus hermanos, y tras la
prematura muerte de otro en 1872, pensaron dar un giro a su vida
haciéndose carmelitas en su ciudad natal. En 1873 seguían las
directrices del presbítero José María Ibarra. Y en 1874, asesoradas por
él, ambas hermanas convivieron junto a las clarisas de Córdoba pasando
por una fecunda etapa de reflexión. Entonces conocieron al buen
sacerdote José Antonio Ortiz Urruela, que fue decisivo en sus vidas. Siguiendo
su consejo, en 1875 se pusieron en contacto con la Sociedad de María
Reparadora como postulantes. Al tomar el hábito eligieron el nombre:
Rafaela, el de María del Sagrado Corazón, y Dolores, el de María del Pilar.
En 1876 la Sociedad se trasladó a
Sevilla, y las dos hermanas permanecieron en Córdoba con otras novicias,
bajo el amparo del obispo fray Ceferino González. Éste las apoyó para
que en diciembre de ese mismo año pusieran en marcha el Instituto de
Adoradoras del Santísimo Sacramento e Hijas de María Inmaculada. Después
diría: «Yo no quiero ser fundadora», pero no hubo marcha atrás, e
incluso fue elegida superiora. La comunidad vivía en conformidad con las
reglas de san Ignacio. Pero en un momento dado, les avisaron de que el
prelado quería intervenir en su forma de vida, y determinaron salir de
noche catorce novicias, junto a Rafaela María, camino de Andujar. En
Córdoba permanecía Dolores para notificar el hecho. En Andújar se
alojaron en el Hospital de las Hijas de la Caridad. La santa decía: «Yo
me encuentro con valor y fuerzas muy grandes, porque tengo puesta mi
confianza en el Señor, en que nos ayudará siempre porque no deseamos más
que su honra y su gloria».
De Andújar se trasladaron a Madrid, abriendo otra casa
en el barrio de Chamberí. Al morir don José Antonio, recibieron la ayuda
del jesuita, padre Cotanilla, y del obispo auxiliar Sancha. En 1877 el
cardenal Moreno les concedió la aprobación diocesana y diez años más
tarde, el papa León XIII aprobó la Congregación con el nombre de
Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús. Su deseo era que todas se
vinculasen al ardiente anhelo de su corazón: «Que todos lo conozcan y lo
amen». Ella seguía su camino de oblación, sabedora de que era la única
vía para unirse a Dios. Así lo consignaba en sus ejercicios
espirituales. Y Dios la escuchó. En 1892 tenía 43 años y aún le quedaban
32 más de vida cuando abatió sobre ella la «noche oscura». Estaban en
un momento fecundo para el Instituto, y en medio de él brotaron las
malas hierbas de la desconfianza y la incomprensión, una «aniquilación
progresiva y de martirio en la sombra», como dijo Pío XII.
Ante las graves dificultades de gobierno, renunció al
generalato en Roma a favor de su hermana Dolores, y quedó relegada por
completo al olvido, realizando duros trabajos y sufriendo constantes
humillaciones, mientras se inmolaba con la vivencia heroica de la
humildad y el perdón. En su soledad y silencio renovaba su espíritu de
reparación por los pecados del mundo, pensando únicamente en la gloria
de Dios. Así se abrazó a la cruz. «En el no hacer está mi mayor
martirio. Dios me pide ser santa. Yo no puedo dejar de serlo sin
despreciar Su santo querer. Si logro ser santa, hago más por la
Congregación, por las hermanas y por el prójimo, que si estuviese
empleada en los oficios de mayor celo. Mi espíritu gime, pero vale más
agradar a Jesús gimiendo que riendo […]. El gozo será en la otra vida.
Jesús me ama mucho y esto me debe alentar siempre».
Dios le otorgaba dones extraordinarios. Solo pudo salir de la casa de
Roma para ir a Loreto, a Asís y a España, donde no le fue permitido
visitar a su hermana en Valladolid, ciudad en la que se hallaba retirada
también del gobierno de la Congregación. Su consuelo era rezar de
rodillas durante horas ante el Santísimo Sacramento al punto de quedar
afectadas por una grave lesión. Murió el 6 de enero de 1925 (Año Santo).
Pío XII la beatificó el 18 de mayo de 1952, y Pablo VI la canonizó el
23 de enero de 1977.
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