«La fundadora de la congregación de Nuestra Señora es un ejemplo de
fe en la tribulación. Al no hallar posada en la tierra, esperaba contar
con un rinconcito en el cielo y nunca se cansó de alabar a Dios del que
estaba enamorada»
Santa Billiart (Wikicommons) |
(ZENIT – Madrid).- Nació el 12 de julio de 1751 en Cuvilly, Francia.
Era hija de agricultores que poseían también un comercio, y gozaban de
una buena posición económica. Tuvo siete hermanos; ella fue la
penúltima. Hizo su primera comunión a los 9 años, edad infrecuente en la
época para recibir este sacramento, pero el párroco M. Dangicourt tomó
la decisión de permitírselo al ver que se sabía el catecismo de memoria.
En ese periodo consagró su castidad. A los 16 años comenzó a trabajar
en el campo para ayudar a su familia que había venido a menos. Se
fortalecía en la oración y hacía todo el bien que estaba en sus manos,
visitando a los enfermos. Algunos comenzaron a denominarla «la santa de
Cuvilly».
Entrada en la veintena fue testigo de un hecho trágico que marcó su
vida. Se hallaba junto a su padre cuando un desalmado atentó contra él y
falleció de un disparo. No está claro si ella fue herida también o
simplemente quedó presa de un shock traumático. La cuestión es que el
impacto fue tal que perdió por completo la movilidad de sus miembros
inferiores. Se enfrentó a la terrible pérdida, y las consecuencias que
llevó anejas, con admirable fortaleza. Siguió haciendo su apostolado en
tan penosas condiciones de limitación y no se cansaba de alabar a Dios
en sus penalidades, diciendo: «Qu’il est bon le bon Dieu!» (¡Qué bueno
es el buen Dios!). En torno a su lecho se reunían los niños para recibir
el catecismo. Bordaba manteles para la parroquia y, sobre todo, rezaba.
Allí tuvieron lugar muchos de sus éxtasis. Todos los días le llevaban
la comunión.
La época del Terror que trajo consigo la Revolución francesa y el
régimen de Napoleón hicieron de ella una fugitiva; debía trasladarse de
un lugar a otro. Y es que valerosamente había defendido a su párroco,
suplantado impunemente por otro sacerdote impío, y buscó cobijo para
otros perseguidos. Un grupo que admiraba su virtud, en 1790 se ocupó de
ponerla a salvo transportándola en un carro de heno a Compiègne. Un día
manifestó: «Señor, en la tierra no hay posada para mí. ¿Quieres
reservarme un rinconcito en el paraíso?». Como consecuencia de tantas
dificultades y trasiegos, durante unos meses enmudeció. Únicamente podía
hacerse entender mediante gestos mímicos. Recobró el habla en Amiens al
término de ese trágico periodo, en casa del vizconde Blin de Borbón, y
trabó allí estrecha amistad con Francisca Blin, vizcondesa de
Gézaincourt, un alma caritativa y luego colaboradora, que le prestó su
ayuda.
Las personas que se aglutinaron en torno a Julia en ese tiempo se
impregnaron de su espíritu religioso, y regidas por su testimonio
hicieron una gran labor apostólica entre la gente del entorno. En 1793
tuvo una visión. A los pies de una cruz había un grupo de mujeres con
vestiduras desconocidas para ella. Al tiempo en una locución divina se
le hizo saber que serían las hijas que integrarían un Instituto que iba a
estar marcado con la cruz.
Durante un tiempo, y como de nuevo estalló la persecución, convivió
con la familia Doria en Bettencourt. Entonces conoció al padre Varin.
Con su apoyo, Francisca y ella fundaron la congregación de Nuestra
Señora (primeramente Instituto) orientada a la formación espiritual de
niños y catequistas. Los quería para Cristo. No había distinción entre
las religiosas y las legas, lo cual constituyó una novedad en la época.
Con el primer grupo de postulantes interesadas abrieron el orfanato y
comenzaron a formar a los catequistas. A Julia se le oía decir: «Hijas
mías, pensad cuán pocos sacerdotes hay actualmente y cuántos niños
pobres se debaten en la ignorancia. Tenemos que luchar por ganarlos para
Cristo». En 1804, cuando llevaba veintidós años paralítica, acudió a
una misión popular. El padre Enfantin le pidió que realizara junto a él
una novena que quería efectuar por una intención particular. Al quinto
día, coincidiendo con la festividad del Sagrado Corazón, el sacerdote le
dijo: «Madre, si tiene fe, dé un paso en honor al Sagrado Corazón de
Jesús». Lo hizo y vio que podía caminar.
Con otras condiciones de salud, pudo dedicarse a viajar y extender la
obra abriendo nuevos conventos en Namur, Gante y Tournai. También ayudó
a los «Padres de la Fe» en su labor misionera por diversas localidades
hasta que su acción fue vetada por el gobierno. Las fundaciones
florecían cuando llegó la discordia de mano del sacerdote sustituto del
padre Varin, el abad de Sambucy de St. Estève, quien primeramente
pretendió reformular las constituciones, algo a lo que Julia se opuso,
por lo cual alejó de ella a muchas personas y comenzó a sembrar dudas
respecto a la Orden. El obispo de Amiens, monseñor Demandolx,
influenciado por el abad instó a la fundadora a abandonar la diócesis, y
se retiraron al convento de Namur, donde el prelado de la ciudad Pisani
de la Gaude las acogió. Después, aunque el de Amiens reclamó su
presencia, y Julia intentó reconstruir la fundación, al no hallar quien
la secundase regresó a Namur para siempre. Los últimos años de su vida
siguió fundando nuevas casas y formando a las religiosas. 1816
constituyó el declive de su salud. Y el 8 de abril de ese año falleció
recitando el Magnificat. Pío X la beatificó el 13 de mayo de 1906. Pablo
VI la canonizó el 22 de julio de 1969.
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