«Este dechado de inocencia evangélica, que se sintió cobijado por la
ternura de María, fue un insigne discípulo de Don Bosco. No escatimó
esfuerzo alguno para conquistar la santidad que anhelaba antes de morir a
temprana edad»
(Wikipedia) |
(ZENIT – Madrid).- Modelo para la infancia y la adolescencia, este
dechado de inocencia evangélica nació en Riva de Chieri, Italia, el 2 de
abril de 1842. Al año siguiente toda la familia se trasladó a las
colinas de Murialdo. El día de su primera comunión, realizada en
Castelnuovo en 1849, arrodillado ante el altar se propuso: 1. Me
confesaré muy a menudo y recibiré la Sagrada Comunión siempre que el
confesor me lo permita. 2. Quiero santificar los días de fiesta. 3. Mis
amigos serán Jesús y María. 4. Antes morir que pecar». Resumen su vida.
En 1854 conoció a Don Bosco, su guía y rector hacia el
camino de la santidad. Fue con él a Turín integrándose en el Oratorio.
En el dintel de la puerta de su cuarto el fundador había colgado esta
consigna: «¡Denme almas, y llévense lo demás!». Después de leerlo,
Domingo le dijo: «Don Bosco, aquí se trata de un negocio, la salvación
de las almas. Pues bien, yo seré la tela y usted será el sastre. Haga de
mí un hermoso traje para el Señor». Sabía que estaba en el lugar en el
que cumpliría su más ferviente anhelo: «¡Yo quiero hacerme santo!»,
aunque su camino hacia los altares había comenzado ya con una presencia
de Dios constante en su mente y actos cotidianos de amor.
No consentía comer sí no se rezaba antes. Era el
primero en acudir a la iglesia los domingos. Y si hallaba el templo
cerrado, rezaba en el umbral, hincado de rodillas al margen de las
crudas inclemencias meteorológicas que pudieran darse. Disfrutaba siendo
monaguillo y todos podían advertir su fervor ante al Santísimo; los
gestos delataban su estado de recogimiento, con las manos juntas y los
ojos clavados en el sagrario. Con espíritu de sacrificio recorría todos
los días 18 km. a pie para ir a la escuela. Hasta su tío, impresionado,
le preguntó: «¿No tienes miedo de ir solo?». Rotundo y cabal, respondió:
«Yo no estoy solo; me acompaña el Ángel de la Guarda». Sufría con solo
pensar en una eventual ofensa a Cristo, y no podía contener sus
lágrimas. Buscando siempre lo más perfecto, y arrepentido de haber hecho
novillos en una ocasión incitado por sus amigos, buscó la amistad de
Jesús y de María.
En Turín, llevado por su gran devoción a María, junto a
un grupo de compañeros fundó la Compañía de la Inmaculada y todos se
comprometieron a ayudar a Don Bosco para educar a los muchachos del
Oratorio. Esos chavales a quienes este fundador se dirigía, diciéndoles:
«A vosotros, santos…» eran de diversa índole y procedencia: ricos y
pobres, más pacíficos y extremadamente violentos. Mucho le sirvió a
Domingo su arte para narrar cuentos. Don Bosco se dio cuenta de que el
joven era especial. Así lo describió: «Domingo no se ha hecho notorio en
los primeros tiempos del Oratorio por cosa alguna, fuera de su perfecta
docilidad y de una exacta observancia de las reglas de la casa… y una
exactitud en el cumplimiento de sus deberes más allá de la cual no sería
fácil llegar».
Sin embargo, no era perfecto, claro está; nadie lo es. Y en su
particular itinerario hacia la santidad, de la mano del fundador
aprendió a templar alguna que otra salida de tono, inducido por
actitudes molestas de algunos compañeros. También consiguió remontar
esos picos emocionales a los que tendía llevado por su temperamento
melancólico. No queriendo sucumbir ante él, porque le impedía escuchar
la voz de Dios, se fue fortaleciendo siendo fiel a las pequeñas cosas de
cada día como le había enseñado Don Bosco.
Fue un apóstol incansable dentro y fuera del Oratorio.
El fundador reconocía que el pequeño «llevaba más almas al confesionario
con sus recreos que los predicadores con sus sermones». Su bellísima
voz, aplaudida por quienes la escuchaban, le creó cierto desasosiego
cuando alabaron sus cualidades vocales tan excepcionales. Los parabienes
desataron en él gran emoción porque había experimentado interiormente
un sentimiento a favor del halago: «Mientras cantaba, sentía cierta
complacencia; ahora me felicitan…; así pierdo todo el mérito».
Un día se quedó absorto ante la Eucaristía durante
siete horas. Después de buscarlo afanosamente por todos los lugares, Don
Bosco lo halló ante el sagrario, y Domingo le pidió perdón por haber
transgredido las reglas. Le horrorizaba el pecado, sobre todo el de
impureza. La Virgen le alumbró rescatándole de las malsanas curiosidades
de esas edades de la adolescencia contra las que luchaba titánicamente
consagrándose a la Inmaculada. Algunos años después de morir, cuando se
apareció a Don Bosco en uno de sus famosos sueños, le preguntó:
«Domingo, ¿qué es lo que más te consoló en el momento de tu muerte?». Y
él respondió: «La asistencia de la poderosa y amable Madre del
Salvador». Era firme y dulce a la par. Sentía dolorosas turbaciones y
dudas de conciencia que le instaban a confesarse cada tres o cuatro
días. Su ansia penitencial era insaciable porque quería unirse a los
sufrimientos de Jesús en la cruz.
Juan Bosco le ayudó en esa etapa convulsa de la vida, y
no tuvo problemas en encauzarlo porque en Domingo eran proverbiales su
obediencia, docilidad y generosidad. En la biografía que escribió de él,
el fundador expuso los matices de un camino que hicieron de este joven
el santo que es. Se percibe cómo llegó a realizar este anhelo: «Yo
quiero entregarme todo al Señor. Yo debo y quiero pertenecer todo al
Señor». Caritativo, humilde, devoto de Jesús Sacramentado y de María,
experimentaba también un gran amor por el Santo Padre. Fue agraciado con
numerosos favores místicos. Era de salud delicada, y en 1857 ésta se
agravó con una pulmonía. El médico aconsejó que viajara a Mondonio para
reponerse. Al despedirse, intuyendo su pronta muerte se dirigió a Don
Bosco y a sus compañeros diciéndoles: «Nos veremos en el paraíso». Y el 9
de marzo de ese año voló al cielo después de haber recitado las
oraciones que se leían a los agonizantes, y que su padre rezaba. Sus
últimas palabras fueron: «Papá, ya es hora […]. Adiós, querido papá,
adiós. ¡Oh, qué hermosas cosas veo!». Pío XII lo beatificó el 5 de marzo
de 1950, y también lo canonizó el 12 de junio de 1954.
in
Sem comentários:
Enviar um comentário