«El compromiso apostólico a través de la educación marcó la vida de
la fundadora de las Asuncionistas que llegó a la vida religiosa con el
soporte de grandes valores universales recibidos en su hogar y una dosis
de grandes sufrimientos»
Santa María Eugenia de Jesús (Wikipedia) |
(ZENIT – Madrid).- Nació el 26 de agosto de 1817 en Metz, Francia. La
ideología liberal de sus padres que gozaban de una espléndida posición
–el Sr. Milleret era banquero y político– estaba impregnada de la
volteriana, que no parecía la más idónea para una futura santa. Pero
Dios está siempre por encima de las circunstancias de la vida,
alumbrando a sus hijos para que alcancen la unión con Él. Y como Anna
siguió los dictados divinos, llegó a los altares. La base de su
educación fueron valores universales a los que luego su vida evangélica
les daría el sentido conferido por Cristo, pero ella misma reconoció que
aquéllos fueron esenciales. No contando con el crucial apoyo de su
familia, por declararse no creyente, era admirable que acudiese a las
misas dominicales. Ahora bien, como a tantas personas les sucede, lo
hacía sin mayor afán de compromiso. Pero al recibir la primera comunión
en las navidades de 1829 algo muy hondo y especial se produjo en su
interior.
A partir de 1830 la familia se resquebrajó. A la pérdida de bienes
materiales de su padre siguió la separación del matrimonio y la
disgregación de los hermanos. El cólera le arrebató a su madre en 1832, y
antes tuvo que afrontar la muerte de dos hermanos, uno mayor y la otra
más pequeña que ella, sin contar con una funesta caída, de cuyas
secuelas no se libró, y la incertidumbre ante un futuro inseguro. Todo
ello aconteció en sus primeros 15 años de vida. En ese sombrío panorama,
sin guía alguna ni mano amiga que la sostuviera en tanto sufrimiento,
amparada por una pudiente familia de Châlons que la acogió, lo más
lógico era poner en cuarentena las escasas raíces de la fe que poseía:
«Viví unos años preguntándome sobre la base y el efecto de las creencias
que no había comprendido… Mi ignorancia de la enseñanza de la Iglesia
era inconcebible y con todo había recibido las instrucciones comunes del
catecismo».
Vuelta a París con su padre, en la Cuaresma de 1836 fue a Notre-Dame.
Al escuchar la predicación del padre Lacordaire, discípulo de
Lamennais, cambió el rumbo de su existencia. Aparcó la ajetreada vida
social en la que estaba inmersa, y se dispuso a situar a Cristo en el
centro de su corazón. Poco más tarde, el padre Combalot, predicador como
el anterior, asumió su dirección espiritual. Y al ir penetrando en los
entresijos del alma de la joven se percató de su grandeza. Dios le ponía
delante justamente a la persona que precisaba para fundar la Orden que
tenía in mente, en honor de Nuestra Señora de la Asunción, con objeto de
paliar las deficiencias de los jóvenes, especialmente de los
incrédulos. Ella no lo tuvo tan claro, pero aceptó el designio de Dios
que le sobrevenía a través de su confesor. Eso sí, compartía con él la
idea de que la educación cristiana es clave para la vida, ya que bajo su
influjo se obra una decisiva transformación personal que revierte en la
sociedad.
Pasó por el convento de la Visitación de La Côte-Saint-André, Isère, y
quedó impregnada de la espiritualidad de san Francisco de Sales, sello
perceptible en la fundación que emprendería en breve. En 1838 se produjo
otro encuentro decisivo en su vida. Conoció al padre Emmanuel d’Alzon,
vicario general de Nimes, que fue su confesor, y que fundaría los
Asuncionistas en 1845. Durante cuatro décadas iban a compartir
colegialmente el mismo ideal, el amor a Cristo y a su Iglesia, así como
el afán de esparcir el carisma por doquier. En 1839, junto a otras dos
jóvenes, la santa puso en marcha la congregación religiosa de la
Asunción. Llevaban una vida de oración y estudio. Aunaban contemplación y
acción teniendo como pilares de su existir a Cristo y el misterio de su
Encarnación.
En la primavera de 1841 las primeras religiosas que secundaron a la
fundadora, antiguas amigas suyas, tomaron caminos divergentes a los del
padre Combalot, con el que no compartían su modo de llevar adelante la
obra. Anna sufrió mucho con el carácter del sacerdote, pero entendió
maravillosamente que había sido un fértil instrumento que Dios puso para
que la fundación fuese una realidad. Vivió en perfecta fe y obediencia,
contribuyendo con su indeclinable entrega a esta misión para la que
había sido llamada. Volviendo la vista atrás respecto a lo que fueron
esos umbrales, veía cómo había sido impulsado todo por Cristo: «¡Todo
viene de El, todo es pues de El y debe volver a Él!».
Después de esta ruptura, quedaron bajo el amparo del arzobispo de
París y de su vicario general, monseñor Gros. En agosto hicieron los
votos, y al año siguiente, con la ayuda de benefactores y amigos, entre
otros el padre Lacordaire, inauguraron la primera escuela. Hubo en la
vida de la fundadora muchos momentos de oscuridad y dificultades que
vivió en silencio. Decía: «El camino hacia la santidad es un camino de
separación y unión, de ruptura para crear un nuevo lazo de unión. En la
vida religiosa solo se vive feliz y contento dejando a Dios hacer en
nosotros todo lo que quiera… y quitarnos todos los apegos. Es la
santidad de Dios la que lo quiere».
En 1880 vivió con sumo dolor la separación del padre Enmanuel que la
precedía en su camino hacia el cielo. Afirmó entonces: «Dios quiere que
todo caiga a mi alrededor». Ocho años más tarde moría su más estrecha
colaboradora, Thérèse-Emmanuel. Mientras, el Instituto seguía creciendo.
Consciente de que la medida del amor es amar sin medida, conducía a las
religiosas por el sendero de la radicalidad evangélica: «En la
educación, una filosofía, un carácter, una pasión. Pero ¿qué pasión dar?
La de la fe, la del amor, la de la realización del Evangelio». Ella
misma, vencida por los achaques de la edad, corroboraba que lo único que
se mantiene indemne es el amor. «Solo me queda ser buena», manifestaba.
En 1897, paralizados sus miembros, en su semblante quedaba al
descubierto el poderoso brillo de la pasión por Cristo que estaba más
vivo que nunca, como develaban sus ojos. Y el 10 de marzo de 1898
entregó su alma a Dios. Fue beatificada por Pablo VI el 9 de febrero de
1975. Benedicto XVI la canonizó el 3 de junio de 2007.
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