«Este peón de la divina providencia tuvo claro que la caridad es lo
único que puede salvar al mundo y encarnó esta virtud admirablemente.
Por eso Pío XII lo denominó padre de los pobres e insigne bienechor de
la humanidad dolorida»
(ZENIT – Madrid).- Hay personas que pasan por el mundo sembrando
tanto bien que el anhelo común de las buenas gentes sería que no
desaparecieran jamás. Luís fue una de ellas. Entregado a las necesidades
ajenas no hubo nada que pudiera hacer que dejara al azar, lo ignorase o
diese prioridad a personales afanes. Por eso, su conmovedora existencia
ha dejado una huella imborrable y conquistó la eternidad. «Sufrir,
callar, orar, amar, crucificarse y adorar» eran los pilares de su vida.
Sus cuatro pasiones: Jesús, la Virgen María, el papa y el género humano
redimido por Cristo. La idea de que «solo la caridad salvará al mundo»
guió el acontecer de este gran santo, que se calificó a sí mismo como
«el peón de la divina Providencia». Pío XII lo denominó «Padre de los
pobres e insigne bienhechor de la humanidad dolorida y desamparada», y
Juan Pablo II al canonizarlo ensalzó su vida diciendo que fue «una
maravillosa y genial expresión de caridad cristiana» al tiempo que lo
calificaba como «estratega» de la misma.
Nació en Pontecurone, Italia, el 23 de junio de 1872. Tenía 13 años
cuando se abrazó a la vida religiosa ingresando en el convento
franciscano de Voghera, Pavía. Pero graves problemas de salud dieron al
traste momentáneamente con su sueño. Su destino sería otro. Durante tres
años, los que median entre 1886 y 1889, tuvo la gracia de formar parte
de los discípulos de Don Bosco en el Oratorio turinés de Valdocco. Y
concluida allí su formación, ingresó en el seminario de Tortona. Lo que
aprendió en Valdocco, con el testimonio de Don Bosco, dejó en él una
huella imborrable. Antes de ser sacerdote ya había puesto en marcha el
Oratorio «San Luis», y un colegio en el barrio de San Bernardino. Eran
los primeros signos de su impronta apostólica con niños y jóvenes que no
tenían recursos económicos.
Fue ordenado en abril de 1895. Ese año fundó la Pequeña Obra de la
Divina Providencia. Y en 1899 los Ermitaños de la Divina Providencia,
integrada por el grupo de clérigos y sacerdotes que se aglutinaron en
torno a él. En 1903 el obispo de Tortona, monseñor Bandi, se apresuró a
reconocer canónicamente estas fundaciones que tenían como objeto de su
acción los desposeídos, los humildes, los afectados por lesiones físicas
y morales, etc., atendidos en sus «Pequeños Cottolengos». Para los
enfermos y ancianos, entre otros, Luís puso en marcha hospitales
diversos. El admirable plan de vida que se había trazado, basado
exclusivamente en el evangelio: «hacer el bien siempre a todos, el mal
nunca a nadie», estaba dando sus frutos. Aspiró a tener «un corazón
grande y generoso capaz de llegar a todos los dolores y a todas las
lágrimas», y lo consiguió.
En 1915 vio la luz otra de sus obras: las Pequeñas Hermanas
Misioneras de la Caridad, y creó el primer Cottolengo. Los frutos se
multiplicaban. Se había implicado de lleno en la Sociedad de Mutuo
Socorro San Marciano y en la Conferencia de San Vicente, y toda acción
que lleva a cabo un apóstol redunda en numerosas bendiciones. Surgieron
casas en Pavía, Sicilia, Roma… Prestó su ayuda a los damnificados en los
terremotos que asolaron las regiones de Reggio, Messina y Marsica.
Desempeñó la misión de vicario general de Messina a petición de Pío X,
ante quien realizó sus votos perpetuos en 1912. Y entre 1920 y 1927
fundó las Hermanas adoratrices Sacramentinas invidentes, y las
Contemplativas de Jesús crucificado.
Este prolífico fundador no fue ajeno a las dificultades
histórico-sociales que afectaron a la Iglesia y al mundo en la época que
le tocó vivir. Para contrarrestarlas solo cabía la santidad, y así lo
dijo: «Tenemos que ser santos, pero no tales que nuestra santidad
pertenezca solo al culto de los fieles o quede solo en la Iglesia, sino
que trascienda y proyecte sobre la sociedad tanto esplendor de luz,
tanta vida de amor a Dios y a los hombres que más que ser santos de la
Iglesia seamos santos del pueblo y de la salvación social». Envió
misioneros a diversos países de Europa y de América del Sur. Y él mismo
viajó por distintos lugares del Cono Sur en 1921. Volvió después, y
entre 1934 y 1937 permaneció en esta zona impulsando las fundaciones y
asociaciones para laicos, entre las que también se cuentan las «Damas de
la Divina Providencia», los «Ex Alumnos» y los «Amigos».
Su edificante existencia fue la de un hombre de oración, devoto de
María, sencillo, humilde, intrépido. Un apóstol entregado a Cristo por
completo, que viendo su rostro en el sufrimiento de las personas que
conoció, hizo todo lo que estuvo en su mano para asistirlas. Un insigne
predicador y confesor. Un fundador que gozó de la confianza de la Santa
Sede, pero al que no faltaron incomprensiones, oposiciones,
dificultades, y sufrimientos a todos los niveles. Su amor al Santo Padre
le llevó a incluir un cuarto voto de fidelidad a él. Fue impulsor de
dos santuarios. A lo largo de su vida llegó a «ver y sentir a Cristo en
el hombre».
Con gran visión se adelantó a los tiempos, fomentando todas las vías
de la nueva evangelización. Decía a los suyos: «¿Son tiempos nuevos?
Fuera los miedos. No dudemos. Lancémonos en las formas nuevas, en los
nuevos métodos… No nos fosilicemos: basta conseguir sembrar, basta poder
arar a Jesucristo en la sociedad y fecundarla de Cristo». Estaba claro
que quería combatir el inmovilismo y la rutina, enemigos del apóstol.
Murió el 12 de marzo de 1940 en la casa de San Remo, exclamando:
«¡Jesús! ¡Jesús! Voy». Fue beatificado por Juan Pablo II el 26 de
octubre de 1980, quien glosó su existencia recordando que fue: «un
hombre tierno y sensible hasta las lágrimas; infatigable y valiente
hasta el agotamiento; tenaz y dinámico hasta el heroísmo; afrontando
peligros de todo género; iluminando a hombres sin fe; convirtiendo a
pecadores; siempre recogido en continua y confiada oración…». Este mismo
pontífice lo canonizó el 16 de mayo de 2004.
in
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