«Este insigne mártir y apologeta, arzobispo de Toledo, es otra de las
grandes glorias de la Iglesia. Su vasta cultura puesta a los pies de
Cristo revirtió en numerosas conversiones en una época harto compleja de
la historia española»
San Eulogio de Córdoba (Wikicommons) |
(ZENIT – Madrid).- Es uno de los grandes hombres que han enriquecido
la historia de la Iglesia. Era brillante y audaz; un valeroso defensor
de Cristo hasta el final. Vivió en Córdoba, España, en el siglo IX. Su
familia permaneció fiel a la fe católica a pesar del dominio musulmán
que penalizaba con severos impuestos la asistencia al templo, y daba
muerte a quien hablase de Cristo fuera de él. Con estas presiones y el
miedo al martirio muchos católicos abandonaban la ciudad. Eulogio renovó
el fervor de sus conciudadanos dentro de la capital y en sus aledaños.
Siendo niño, su abuelo le enseñó a recitar una pequeña oración cada vez
que el reloj señalaba las horas, y así lo hacía; «Dios mío, ven en mi
auxilio, Señor, ven aprisa a socorrerme», era una de ellas. Se formó en
el colegio anexo a la iglesia de San Zoilo.
Mucho influyó en su educación el abad y escritor Speraindeo. Después
recibió una esmerada formación en filosofía y en otras ciencias. Su
biógrafo, amigo y compañero de estudios, Álvaro de Córdoba (Paulo
Álvaro), reflejó su juventud diciendo que: «Era muy piadoso y muy
mortificado. Sobresalía en todas las ciencias, pero especialmente en el
conocimiento de la Sagrada Escritura. Su rostro se conservaba siempre
amable y alegre. Era tan humilde que casi nunca discutía y siempre se
mostraba muy respetuoso con las opiniones de los otros, y lo que no
fuera contra la ley de Dios o la moral, no lo contradecía jamás. Su
trato era tan agradable que se ganaba la simpatía de todos los que
charlaban con él. Su descanso preferido era ir a visitar templos, casas
de religiosos y hospitales. Los monjes le tenían tan grande estima que
lo llamaban como consultor cuando tenían que redactar los reglamentos de
sus conventos. Esto le dio ocasión de visitar y conocer muy bien un
gran número de casas religiosas en España». Álvaro añade que: «tenía
gracia para sacar a los hombres de su miseria y sublimarlos al reino de
la luz».
Siendo sacerdote, era un predicador excelente. Su anhelo fue agradar a
Dios y se ejercitaba en el amor viviendo una rigurosa vida ascética.
Confidenció a sus íntimos: «Tengo miedo a mis malas obras. Mis pecados
me atormentan. Veo su monstruosidad. Medito frecuentemente en el juicio
que me espera, y me siento merecedor de fuertes castigos. Apenas me
atrevo a mirar el cielo, abrumado por el peso de mi conciencia». Este
sentimiento de indignidad que acompaña a los santos, le instaba a
emprender un camino de peregrinación para expiación de sus culpas. Roma
era su objetivo, pero su idea de llegar a pie era casi un imposible. De
modo que pospuso este proyecto.
Hombre de vasta cultura, inquieto como las personas inteligentes que
no pasan por la vida ajenas a las raíces de la historia, después de ver
frustrados sus intentos de penetrar en el país galo que estaba sumido en
guerras, y donde se trasladaba con la idea de averiguar el paradero de
dos de sus hermanos, vivió durante un tiempo en Navarra, en Aragón y en
Toledo. En Leire tuvo ocasión de conocer la Vida de Mahoma así como
clásicos de la literatura griega y latina, y otras obras relevantes
entre las que se incluía La ciudad de Dios de san Agustín. Y después de
contribuir a acrecentar el patrimonio espiritual de los monasterios
sembrados por el Pirinieo, cuando ya había hecho acopio de una
importante formación intelectual, regresó a Córdoba llevando con él un
importante legado bibliográfico que nutriría los centros académicos de
la capital. Poco a poco fue naciendo una especie de círculo en torno a
él integrado por sacerdotes y religiosos.
Pero en el año 850 los cristianos cordobeses quedaron estremecidos
ante la cruenta persecución que se desató contra ellos. Muchos regaron
con su sangre el amor que profesaban a Cristo, negándose a abjurar de su
fe y a colocar en el centro de sus vidas a Mahoma. Eulogio fue
apresado; junto a él se hallaba el prelado Saulo. El artífice de su
detención fue otro obispo, Recaredo, que junto a un grupo de clérigos se
puso de parte de los musulmanes. En la cárcel Eulogio redactó su obra
«Memorial de los mártires». A finales del año 851 fue liberado. Con
Muhammad I, sucesor de Abderramán, la situación de los cristianos se
hizo aún más insostenible. Y el santo no estaba seguro en ningún lugar.
De modo que durante un tiempo fue de un lado a otro para proteger su
vida.
El año 858 fue elegido arzobispo de Toledo, pero su glorioso martirio
estaba próximo. La joven Lucrecia, hija de mahometanos, anhelaba ser
católica. Como la obligaban a ser musulmana, ayudada por Eulogio huyó de
su casa y se refugió en la de unos católicos. Apresados ambos el año
859, fueron condenados a muerte. La notoriedad pública de Eulogio era
altísima. Los ojos de los fieles estaban clavados en él. De modo que si
los captores lograban que abjurase de la fe, el éxito estaba más que
asegurado; muchos seguirían sus pasos. No lograron sus propósitos, a
pesar de que astutamente le propusieron simular su retractación. Solo
tenía que hacer creer a todos que abandonaba su fe, pero después podía
actuar a conveniencia. Naturalmente, el santo respondió con el evangelio
en la mano, renovando los pilares esenciales de su vida ante el emir
que presidía el tribunal.
Uno de los fiscales que juzgaba su caso y el de Lucrecia montó en
cólera: «Que el pueblo ignorante se deje matar por proclamar su fe, lo
comprendemos. Pero tú, el más sabio y apreciado de todos los cristianos
de la ciudad, no debes ir así a la muerte. Te aconsejo que te retractes
de tu religión, y así salvarás tu vida». La pena capital era por
decapitación. Pero Eulogio no se inmutó. Respondió: «Ah, si supieses los
inmensos premios que nos esperan a los que proclamamos nuestra fe en
Cristo, no solo no me dirías que debo dejar mi religión, sino que tu
dejarías a Mahoma y empezarías a creer en Jesús. Yo proclamo aquí
solemnemente que hasta el último momento quiero ser amador y adorador de
Nuestro Señor Jesucristo», palabras que coronó derramando su sangre
junto a la de Lucrecia el 11 de marzo del año 859.
in
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