«Tras las huellas de santo Domingo de Guzmán, al que sucedió como
maestro general de la Orden, este apóstol infatigable que evangelizó
dentro y fuera de Europa, es considerado patrón de la obra de las
vocaciones dominicanas»
Beato Jordán de Sajonia (Fto. Wikicommons) |
(ZENIT – Madrid).- Sería un error subestimar el juicio de las gentes
sencillas cuando aclaman espontáneamente a una persona que refleja con
su vida el Evangelio. El sentimiento popular no hace más que colocar en
el candelero las virtudes que ratifican la autencidad de una entrega,
esa que en numerosas ocasiones ha tenido en cuenta la Iglesia para
encumbrar a los altares a los que el pueblo había canonizado previamente
en su corazón. El olfato espiritual de los testigos contemporáneos de
Jordán, que le hicieron acreedor de su veneración, era formidable. No
hay más que examinar sus escritos para constatar su finura y sagacidad,
la profundidad y capacidad de penetración mística que destilan. Gran
parte de su existencia aparece ligada a la de santo Domingo, a quien
sucedió como maestro general de la Orden. Pero este insigne teólogo
alemán, como todos los que han dado respuesta a la llamada de Cristo,
tuvo su particular trayectoria en el camino de la perfección. ¿Cómo
llegó a la vida religiosa?, ¿qué factores influyeron en su decisión?
Partía con multitud de prebendas humanas, pero tenía que conquistar el
único tesoro: a Dios.
Había nacido en el castillo de Burgberg, Westfalia, hacia el año
1176, propiedad de su ilustre familia, los condes de Eberstein.
Trasladado a París para cursar estudios cuando tenía alrededor de 30
años, el patrimonio vital y espiritual que llevaba consigo:
«inteligencia viva, noble voluntad, corazón generoso y siempre dispuesto
a la ayuda» fue significativo no solo en el camino que habría de tomar
sino en sus estudios que le llevaron a convertirse en un afamado maestro
en artes y bachiller en teología el año 1219. Justamente ese año, el
fundador de los dominicos predicaba en el convento Saint-Jacques de
París. Jordán pudo conversar con él en dos significativas ocasiones. Fue
un momento propicio para su vida, absolutamente providencial, ya que su
corazón andaba inquieto buscando la vía espiritual que debía seguir.
Dios escuchó sus súplicas y anhelos, y le respondió a través de
Domingo que le explicó las características del carisma dominicano. Quedó
seducido por sus palabras, y manifestó su deseo de ordenarse diácono.
El fundador lo acogió con prudencia y respeto, cuidando con verdadero
mimo esta pujante vocación. El paso definitivo del beato en su
compromiso fue la prédica de Reinaldo de Orleáns en 1220, tras la cual
ingresó en los dominicos abrazándose al ideal de pobreza y estudio del
que se había enamorado. A partir de ese momento ya se le identifica en
el capítulo general de la Orden, que tuvo lugar en Bolonia ese mismo
año, dos meses más tarde de haber tomado el hábito. Allí le encomendaron
la docencia de Sagradas Escrituras en París. Al año siguiente le
responsabilizaron de la provincia de Lombardía. Es obvio que veían en él
a un hombre íntegro, formado, piadoso, con rasgos dignos de confianza y
signos de esperanza para el futuro de la fundación. Y de hecho, en
1222, tras la muerte de Domingo acaecida en agosto de 1221, pusieron
bajo sus hombros la bellísima, y a la par delicada misión, de seguir los
pasos del fundador manteniendo vivo su carisma como maestro general de
la Orden.
Mientras se hallaba en Bolonia, ciudad en la que fundó el convento de
santa Inés el año 1223, había instituido el rezo de la Salve Regina
efectuado después de la oración de completas, que más tarde se haría
extensivo a toda la Iglesia. La elección que había recaído sobre él fue
ciertamente inspirada, porque con su fidelidad y amor al fundador
dirigió la Orden «con sabiduría, equilibro y sagacidad poco comunes». La
vivencia de la caridad, la alegría, la humildad, el amor al estudio, la
unidad y colegialidad fueron algunos de sus rasgos característicos. Era
un celoso defensor del Evangelio, apóstol infatigable que viajó
incesantemente dentro y fuera de Europa. Los frutos de su apostolado se
cuentan por un millar de vocaciones, muchas de ellas surgidas entre
personas bien preparadas intelectualmente. Entre otros, se señala a san
Alberto Magno. Es el primer biógrafo de santo Domingo de Guzmán, y
promotor de su canonización. Es autor del Libellus, crónica sobre el
origen de la Orden, de las Constituciones, de numerosas cartas, sermones
y escritos de carácter doctrinal, además de comentarios al Apocalipsis y
otros de carácter filosófico-teólogico; todo ello sin contar las obras
que se perdieron. Fue un experto en el evangelio de san Lucas. Gregorio
IX lo tuvo entre sus dilectos consejeros.
Mantuvo una importante correspondencia epistolar con religiosas de
distintas órdenes. Es significativa la que dirigió a santa Inés de
Bolonia, a santa Lutgarda de Aywières y a Diana de Andaló. Estas dos
últimas fueron dirigidas por él. En una de sus cartas a Diana decía:
«Quienes deseamos llegar a la inmortalidad futura, hemos de conformarnos
de algún modo, ya en el presente, con aquella vida venidera, poner
nuestros corazones en el poder de Dios y trabajar según nuestras
posibilidades para afianzar en el Señor toda nuestra esperanza. De este
modo imitaremos en lo posible a Dios en su estabilidad y quietud. Él es
un refugio seguro que nunca falla y siempre permanece…». El Padre le
llamó junto a sí al regreso de uno de sus múltiples viajes apostólicos.
Justamente procedía de Tierra Santa, y se encaminaba a visitar a la
comunidad de Nápoles, cuando el barco que lo traía naufragó en las
costas de Siria frente a Ptolemaida (San Juan de Acre, actual Akko). Era
el 13 de febrero de 1237. Junto a su vida, además de perderse la de 99
personas, murieron también otros dos frailes que le acompañaban. Sus
restos, rescatados del mar, fueron enterrados en esa ciudad, siendo
objeto de culto de forma inmediata, culto confirmado por el papa León
XII el 10 de mayo de 1826. Desde 1955 es el patrón de la obra de las
vocaciones dominicanas, determinado así por el capítulo general
celebrado ese año.
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