«Un atentado contra el medio ambiente le condujo a la santidad. Al
ver que un inocente acusado del grave delito ecológico iba a ser
ajusticiado en su lugar, confesó su culpa dando un giro radical a su
vida y a la de su esposa»
(ZENIT – Madrid).- Los caminos de Dios son inescrutables. En este
caso, y no debiera nunca servir como precedente, una gravísima e
irresponsable actuación fue el detonante de una conversión y el camino
hacia la santidad. Y es que, sin bien es cierto que las pasiones
tiranizan no lo es menos que la gracia de Dios nos libera de sus
cadenas. A este beato le costó entender que las tendencias obsesivas,
«el ansia de las cosas y la arrogancia» pertenecen al mundo y son
incompatibles con Él (1 Jn 2, 15-17). Imbuído en sus afanes no midió las
consecuencias que podría acarrear el afán irrefenable por obtener lo
que quería. Y un hecho que humanamente le condujo al precipicio, la
intervención divina –la única influencia posible que cabía en la
dramática situación creada por él– lo trocó en fuente de bendiciones. Es
otra prueba de la infinita misericordia de Dios y de la tutela que
ejerce sobre sus hijos. Analizar lo que fue de la vida de Conrado
después de lo que hizo es también un canto a la esperanza ya que pone de
manifiesto cómo nos rescata el amor del Padre, a pesar de las
debilidades que nos atenacen.
En efecto. El noble Confalonieri nacido en Piacenza, Italia, hacia
1290 estaba obsesionado con la cinegética, al punto de que obnubilado
por ella, actuó de forma temeraria. Saliendo de cacería en una ocasión,
no se le ocurrió otra cosa que dar orden a sus sirvientes de que
prendieran fuego a una zona boscosa donde se refugiaban unas codiciadas
piezas de caza con objeto de tenerlas a tiro sin mayores problemas. Pero
las llamas devoraron todo lo que hallaron a su paso, incluidas
propiedades ajenas edificadas en el bosque. No contando con testigos del
suceso, abandonaron cobardemente el lugar, resueltos a convertirse en
una tumba, ocultando su autoría.
Ante el desastre ecológico y las denuncias de los afectados por él,
se abrió una investigación que no dio el resultado apetecido, hasta que
las autoridades determinaron condenar a muerte a un pobre infeliz que
cayó en sus manos. Le culpaban del voraz incendio, del que reconoció ser
autor mediante tortura, aunque su único pecado era haberse hallado en
el monte en el funesto instante en el que ardió. Al no contar con medios
económicos para resarcir los daños causados, debía pagarlos con su
vida. El impulsivo Confalonieri, sabedor de la grave decisión, se
entregó al vicario imperial Galeazzo Visconti. Confesó su culpa en un
momento convulso políticamente para el mandatario, por los conflictos
existentes entre güelfos y gibelinos, lo cual también tuvo que ver en el
rápido e injusto proceso seguido contra el ciudadano inocente.
El reconocimiento de su error supuso para Conrado la pérdida de sus
bienes y los de su esposa, Eufrosina de Lodi, de ascendencia nobiliaria
como él. Viéndose en la ruina, comenzó a mendigar. Pero el hecho, lejos
de hundir a los esposos, les hizo ver que detrás se hallaba una
providencia. El arrepentimiento de Conrado, aunque estuviera envuelto en
graves consecuencias para su acontecer, ya que habían quedado en la más
completa miseria, atraía nuevas y desconocidas bendiciones para ambos.
Sopesaron la situación llevándola a la oración y, de común acuerdo,
optaron por separarse y tomar un camino que, si bien discurría por vías
distintas, les iba a conducir al mismo destino: su consagración.
Eufrosina ingresó con las clarisas de Piacenza. Y Conrado, con el ánimo
de purgar sus culpas en oración y penitencia como ermitaño, se hizo
terciario franciscano en Calendasco el año 1315. Luego peregrinó por
varios lugares pasando por Roma y Malta, para recalar en Sicilia. Eligió
un lugar de Noto Antica y allí permaneció aproximadamente hasta 1335.
Durante un tiempo colaboró asistiendo a los enfermos del hospital de
San Martín, todo ello sin descuidar sus mortificaciones y penitencias.
Su fama comenzó a atraer a numerosas personas y él veía peligrar su
anhelo de soledad para dedicarse plenamente a Dios. De modo que se
afincó en Pizzoni, una zona cercana a Noto, y en una gruta llevó la vida
que había soñado entregado a severas penitencias, ofrendando su vida
por la conversión de los pecadores. Allí le visitó el prelado de
Siracusa cuando se hallaba en la recta final de su existencia. Murió el
19 de febrero de 1351 mientras oraba. Fue agraciado con el don de
milagros. En 1515 León X lo declaró «Beato no
canonizado» y Urbano VIII aprobó su culto el 12 de septiembre de 1625.
Sepultado en la iglesia de San Nicolás de Noto, es junto a san Nicolás
de Bari, patrono de aquella ciudad.
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