El Santo Padre recuerda que en un niño recién nacido, necesitado de
todo, envuelto en pañales y acostado en un pesebre, está encerrado todo
el poder del Dios que salva
El Papa en el Aula Pablo VI - © Osservatore Romano |
(ZENIT- Ciudad del Vaticano).- El papa Francisco, en la audiencia
general de esta semana, ha recordado que Dios no ha abandonado a su
pueblo y no se ha dejado derrotar por el mal, porque Él es fiel, y su
gracia es más grande que el pecado. Además, ha asegurado que la alegría
más bonita de la Navidad es esa alegría interior de paz: el Señor ha
cancelado mis pecados, el Señor me ha perdonado, el Señor ha tenido
misericordia de mí, ha venido a salvarme.
Publicamos a continuación el texto completo de la catequesis
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Nos estamos acercando a la Navidad, y
el profeta Isaías una vez más nos ayuda a abrirnos a la esperanza
acogiendo la Buena Noticia de la venida de la salvación. El capítulo 52
de Isaías empieza con la invitación dirigida a Jerusalén para que se
despierte, se sacuda el polvo y las cadenas y se ponga los vestidos más
bonitos, porque el Señor ha venido a liberar a su pueblo (vv. 1-3). Y
añade: «Por eso mi Pueblo conocerá mi Nombre en ese día, porque yo soy aquel que dice: «¡Aquí estoy!» (v. 6).
A este “aquí estoy” dicho por Dios,
que resume toda su voluntad de salvación, responde el canto de alegría
de Jerusalén, según la invitación del profeta. Es el final del exilio de
Babilonia, es la posibilidad para Israel de encontrar a Dios y, en la
fe, de encontrarse a sí mismo. El Señor se hace cercano, y el “pequeño
resto”, que en exilio ha resistido en la fe, que ha atravesado la crisis
y ha continuado creyendo y esperando también en medio de la oscuridad,
ese “pequeño resto” podrá ver las maravillas de Dios.
A este punto el profeta introduce un canto de júbilo. «Qué
hermosos son sobre las montañas los pasos del que trae la buena
noticia, del que proclama la paz, del que anuncia la felicidad, del que
proclama la salvación, y dice a Sión: «¡Tu Dios reina!».
[…] Prorrumpan en gritos de alegría, ruinas de Jerusalén, porque el
Señor consuela a su Pueblo, él redime a Jerusalén! El Señor desnuda su
santo brazo a la vista de todas las naciones, verán la salvación de
nuestro Dios» (Is 52,7.9-10).
Estas palabras de Isaías, sobre las
que queremos detenernos, harán referencia al milagro de la paz, y lo
hacen de una forma muy particular, poniendo la mirada no solo en el
mensajero sino sobre los pies que corren veloces: «Qué hermosos son sobre las montañas los pasos del que trae la buena noticia...».
Parece el esposo del Cantar de los Cantares que corre hacia la amada: «Ahí viene, saltando por las montañas, brincando por las colinas.» (Ct 2,8).
Así también el mensajero de paz corre, llevando el feliz anuncio de
liberación, de salvación, y proclamando que Dios reina.
Dios no ha abandonado a su pueblo y
no se ha dejado derrotar por el mal, porque Él es fiel, y su gracia es
más grande que el pecado. Esto
tenemos que aprenderlo ¿eh? ¡Porque somos cabezotas! Y no aprendemos
esto. Pero os haré una pregunta: ¿quién es más grande, Dios o el pecado?
¿Quién? [Responden: “Dios”]. ¡Ah, no estáis convencidos eh! ¡No oigo
bien! [Responden: “Dios”]. ¿Y quién vence al final? ¿Dios o el pecado?
[Responden: “Dios”]. ¿Y Dios es capaz de vencer al pecado más grande?
¿También el pecado más vergonzoso? También el pecado que es terrible, el
peor de los pecados, ¿es capaz de vencerlo? [Responden: “Sí”]. Y esta
pregunta no es fácil, vemos si entre vosotros hay una teóloga o un
teólogo para responder: ¿con qué arma vence Dios al pecado? [Responden:
“El amor”]- ¡Oh, muy buenos! ¡Muchos teólogos! ¡Buenos!
Esto – que Dios vence al pecado-
quiere decir que “Dios reina”; son estas las palabras de la fe en un
Señor cuyo poder se inclina sobre la humanidad para ofrecer misericordia
y liberar al hombre de lo que desfigura en él la bella imagen de Dios. Y
el cumplimiento de tanto amor será precisamente el Reino instaurado por
Jesús, ese Reino de perdón y de paz que nosotros celebramos con la
Navidad y que se realiza definitivamente en la Pascua.
Y la alegría más bonita de la Navidad
es esa alegría interior de paz: el Señor ha cancelado mis pecados, el
Señor me ha perdonado, el Señor ha tenido misericordia de mí, ha venido a
salvarme. Esa es la alegría de la Navidad.
Son estos, hermanos y hermanas, los
motivos de nuestra esperanza. Cuando parece que todo a terminado,
cuando, frente a tantas realidades negativas, la fe se hace cansada y
viene la tentación de decir que nada tiene sentido, aquí está sin
embargo la buena noticia traída de esos pies rápidos: Dios está viniendo
a realizar algo nuevo, a instaurar un reino de paz; Dios ha
“descubierto su brazo” y viene a traer libertad y consolación. El mal no
triunfará para siempre, hay un fin al dolor. La desesperación es
vencida.
Y también a nosotros se nos pide
despertar, como Jerusalén, según la invitación que dirige el profeta;
somos llamados a convertirnos en hombres y mujeres de esperanza,
colaborando con la venida de este Reino hecho de luz y destinado a
todos.
Pero qué feo es cuando encontramos un
cristiano que ha perdido la esperanza: “Pero yo no espero nada, todo ha
terminado para mí”, un cristiano que no es capaz de mirar horizontes de
esperanza y delante de su corazón solamente un muro. ¡Pero Dios
destruye estos muros con el perdón! Y por eso, nuestra oración, porque
Dios nos da cada día la esperanza y la da a todos, esa esperanza que
nace cuando vemos a Dios en el pesebre en Belén.
El mensaje de la Buena Noticia que se
nos ha confiado es urgente, también nosotros tenemos que correr como el
mensajero en las montañas, porque el mundo no puede esperar, la
humanidad tiene hambre y sed de justicia, de verdad, de paz.
Y viendo el pequeño Niño de Belén,
los pequeños del mundo sabrán que la promesa se ha cumplido; el mensaje
se ha realizado. En un niño recién nacido, necesitado de todo, envuelto
en pañales y acostado en un pesebre, está encerrado todo el poder del
Dios que salva. Es necesario abrir el corazón a tanta pequeñez y a tanta
maravilla. Es la maravilla de la Navidad, a la que nos estamos
preparando, con esperanza, en este tiempo de Adviento. Es la sorpresa de
un Dios niño, de un Dios pobre, de un Dios débil, de un Dios que
abandona su grandeza para hacerse cercano a cada uno de nosotros.
in
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