«Miembro de la Congregación de la Misión. Soñó con China para llevar
allí el Evangelio, pero los planes de Dios fueron otros. Y se convirtió
en un gran servidor de los pobres, enfermos y desvalidos en Italia, su
país»
Vicenziani |
(ZENIT – Madrid).- La vida de entrega no siempre discurre por los
cauces que uno puede haber soñado. Este beato pensó en China, pero su
itinerario espiritual y apostólico tuvo como escenario Italia, su
patria. Nació en Mondoví el 22 de mayo de 1801. Pertenecía a una familia
acomodada, influyente y numerosa; de diez hermanos sobrevivieron ocho,
algunos de los cuales iban a centrarse en la vida militar y en la
política ocupando puestos relevantes. Siendo joven, Marco Antonio se
comprometió con la fe en un ambiente poco proclive a ella, al menos por
parte de su padre que profesaba un laicismo de sesgo anticlerical. Pero
como la madre era creyente, y se ocupaba de su educación, le inculcó el
espíritu religioso. Gracias a su influjo, a los 14 años ingresó en el
seminario de Mondoví, pero su deseo era evangelizar China.
Si hace unos días se recordó en esta sección de ZENIT que la piedra
de toque de la vida consagrada es el defecto dominante, hoy conviene
añadir que la obediencia es uno de sus pilares por excelencia. A través
de ella se manifiesta la voluntad de Dios que puede no coincidir con la
personal, pero que viene acompañada de grandes frutos como le sucedió a
Marco Antonio. Llevando a China en su corazón, ya como miembro de la
Congregación de la Misión y siendo un joven, casi adolescente, de 15
años, confió a sus superiores su anhelo misionero, pidiéndoles
encarecidamente que lo enviaran allí. Pero su insistente demanda no fue
acogida por ellos porque tenían otros planes para el muchacho. Así pues,
prosiguió estudios en Sarzana dando muestras de virtud en todo su
quehacer.
No gozaba de buena salud y por ese motivo en 1822 tuvo que hacer un
paréntesis en su formación, momento que coincidió con la dolorosa
pérdida de su madre. Ella ya no tendría la alegría de verle ordenado
sacerdote, hecho que se produjo en la catedral de Fossano el 12 de junio
de 1824. Después, destinado a Casale Monferrato, el beato revitalizó
apostólicamente la región piamontesa con su celo apostólico, suscitando
el fervor de las gentes sencillas que acudían a escuchar su vibrante
predicación, aunque para ello quienes regentaban establecimientos
públicos tenían que cerrarlos. Y al concluir las misiones, cuando
llegaba el momento de la despedida de este insigne misionero, no
ocultaban su pesar.
En 1830 fue designado superior de la casa de Turín, lugar en el que
permaneció hasta el fin de sus días. Era un hombre ponderado, con enorme
tacto y caridad, que dio sobradas pruebas de su templanza como se
constató en situaciones difíciles y dolorosas que le tocó afrontar por
razones histórico-políticas. Cuando vieron confiscados los bienes, se
ocupó de atender fraternalmente a numerosos religiosos afectados, así
como de ir recuperando las posesiones de su comunidad, salvando escollos
y dificultades, y actuando en el momento oportuno. Su misión fue
intensificar las acciones propias de su carisma que transmitió a través
de las misiones populares, aunque se dirigió también al clero en
sucesivas conferencias y retiros, todo ello conforme a lo establecido
por san Vicente de Paúl. Siguiendo su ejemplo, asistió a los pobres
espiritual y materialmente.
Fue un gran director espiritual al que acudían en busca de consejo
personas de todas clases sociales, incluidos miembros relevantes de la
Iglesia y de la nobleza. A él se debe el establecimiento de las Hijas de
la Caridad en el Piamonte. Venciendo prejuicios de ciertos clérigos, a
ellas encomendó la atención de heridos, tanto en el hospital militar
como en el campo de batalla, un acto de valor y de fe, que fue
recompensado personalmente por el rey Carlos Alberto. Entre otras
acciones, contribuyó a difundir entre las jóvenes la asociación de la
Medalla Milagrosa, que reportó numerosas vocaciones y fue el detonante
de 20 fundaciones. Fundó los centros caritativos «Misericordias», una
red excepcional que se fue diversificando en distintos frentes:
enfermerías, hospicios, asilos, escuelas, etc., todo ello para
asistencia de los enfermos y de los necesitados. Estos centros
emblemáticos se abrieron en distintos lugares.
En 1837 fue nombrado visitador de la provincia de la Alta Italia de
los padres paúles (antigua Lombardia), algo inusual dada su juventud, y
ejerció esta misión admirablemente durante más de cuarenta años, hasta
la muerte. En 1855 puso en marcha el colegio seminario de Brignole-Sale
para la formación de sacerdotes. Y en 1865 con Luisa Borgiotti fundó las
Hermanas Nazarenas con un grupo de jóvenes que acudieron a él porque
querían consagrar su vida a Dios. Les dio esta consigna: «¡Orad, obedeced y haceos santas!»,
orientándolas a la asistencia de los enfermos a domicilio a tiempo
completo, y a la juventud abandonada. Tenían como modelo la Pasión de
Jesús, devoción integrada en un cuarto voto. El beato fue un hombre bien
relacionado y supo extraer de sus amistades frutos apostólicos.
Íntimamente, y aunque mostraba gran fortaleza, tuvo que luchar contra el
desánimo. Fue humilde y delicado, supo combinar sabiamente la
comprensión con el rigor. En muchas ocasiones sufrió incomprensiones.
Con su salud muy mermada, no logró ser relevado de su misión: «Encorvado bajo el peso de los años, sentado en un sillón, siempre mantenía el rostro suave y sonriente», se dijo de él en esa etapa de su vida. Y así llego a los 79 años, falleciendo el 10 de diciembre de 1880. Fue beatificado por Juan Pablo II el 20 de octubre de 2002.
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