«De origen luterano, al convertirse fue repudiado por su familia.
Cofundador del Instituto de Hermanas de la Misericordia. Conocido como
la mamá y el samaritano de Verona por sus desvelos y ternura con los
enfermos»
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(ZENIT – Madrid).- Nació en Tübingen, Alemania, el 18 de diciembre de
1773 en un hogar de prósperos comerciantes de lana. Su familia era
luterana de gran influencia y reconocimiento social porque su padre se
ocupaba de la administración de las posesiones del duque de Württemberg.
Además, su abuelo paterno había ocupado puestos relevantes en la
ciudad. Su infancia estuvo marcada por la sucesiva muerte de sus
hermanos, seis de los cuales no sobrevivieron a los primeros años de
vida, quedándole solo una hermana. A su padre estas pérdidas le
afectaron sobremanera. Pero a Carlos las desgracias familiares le
enseñaron el valor de la paciencia y de la generosidad; hicieron de él
una persona indulgente y comprensiva. Su madre, una mujer fuerte,
influyó en su formación.
Recibió una esmerada educación humanística en su ciudad y con 16 años
fue enviado a estudiar a París, pero la enrarecida situación política
que culminó en la Revolución aconsejó su salida del país en 1791 y
regresó a su hogar. Al año siguiente se trasladó a Verona con la misma
idea que guió su viaje anterior: consolidar el aprendizaje de idiomas e
irse introduciendo en el mundo de los negocios textiles, aprovechando
las excelentes relaciones de su padre. Su madre, férrea luterana, temía
el influjo que podían tener en él los católicos. Y no se equivocó. La
Providencia había guiado los pasos de Carlos, porque fue allí donde su
contacto habitual en foros donde existía una viva presencia eclesial le
atrajo al catolicismo.
Hasta ese momento había sido un fiel luterano, como toda su familia,
pero se encontró con muchas preguntas sobre la fe católica y la
protestante. Leyó, reflexionó y tras encomendarse a María y aceptar la
dolorosa ruptura que impuso su familia, que rechazó su decisión y le
cerró las puertas del hogar por completo, en septiembre de ese mismo año
1792 se convirtió. Quedaba sin recursos económicos, desamparado en un
país lejano al suyo. Pero era más fuerte su convicción espiritual y no
le faltó la ayuda de amigos religiosos que habían apreciado ya sus
muchas virtudes.
Ingresó en el Oratorio de san Felipe Neri y fue ordenado sacerdote el
8 de septiembre de 1796. Verona era invadida y saqueada por las tropas
napoleónicas. Y Carlos, a sus 24 años, influenciado por el testimonio
del padre Pietro Leonardi, artífice de la «Fraternidad evangélica de
sacerdotes y laicos hospitalarios», se implicó de lleno en acciones
caritativas de asistencia y consuelo a enfermos, heridos de guerra,
mutilados y moribundos, sin tener en cuenta sus ideologías y bandos en
los que luchaban. Además, se volcó con los «sin techo», abandonados y
faltos de trabajo para elemental sustento.
Su dominio de lenguas le permitió ser un providencial traductor de
emociones y necesidades. Hombres, mujeres, ancianos, niños, los
huérfanos, todos sintieron el calor de su ternura y la generosidad que
brotaba de él a manos llenas, hasta el borde del agotamiento. Su
estrecho contacto con los enfermos hizo que contrajese el tifus, y
pensando que llegaba su fin redactó su testamento. Estaba dispuesto a
morir. Pero el padre Bertolini, su director espiritual, vaticinó: «No es tu hora, el Señor espera algo grande de ti».
Fue profesor de teología en el seminario de Verona y también en
colegios de Alemania y de Francia, pero su vocación a paliar las
carencias humanas, que tanto sufrimiento reportan, alimentaban sus
súplicas a la Santísima Trinidad. Y en torno a 1835 compartió el sueño
que tenía de poner en marcha una fundación destinada a la asistencia de
los que padecen con una veronesa que dirigía espiritualmente: la beata
Vincenza Luigia Poloni. «Hija mía, el Señor la
quiere fundadora de un Instituto de Hermanas de la Misericordia, ninguna
dificultad la atemorice o la detenga, para Dios nada es imposible», le dijo.
Como le sucedió a Carlos, ella había perdido a nueve de los doce
hermanos que nacieron en su hogar, una familia de farmacéuticos, negocio
en el que trabajaba. Cuando conoció al beato en 1821 ya pensaba ser
religiosa. Así que, alentada por él, y mostrando su plena
disponibilidad, se unió a unas cuantas mujeres dispuestas a entregar su
vida junto a los que sufren, en los que veían el rostro de Jesucristo, y
en 1840 dieron origen a ese Instituto.
A la muerte de su hermana el padre Steeb heredó los bienes de la
familia, y pudo ayudar económicamente a la fundación, aunque tuvo que
afrontar muchos contratiempos y críticas malsanas. Entonces ya se
hallaba muy agotado físicamente; estaba enfermo. Siguieron llenando su
vida los constantes desvelos por los necesitados, al punto que fue
denominado «mamá» de los enfermos por su trato hacia ellos, plagado de
ternura. Y de hecho, por esta acción fue galardonado por el emperador de
Austria con la Cruz de Oro. También se le ha denominado el «samaritano
de Verona».
Fue un gran director espiritual y apóstol ejemplar. No perdió ocasión
para animar a los jóvenes en la búsqueda del ideal religioso. La última
etapa de su vida atendió a sus hijas, las formó y las acompañó en la
senda incomparable de la caridad, prestando servicio junto a ellas con
el lema: «Servir al hombre en humildad, simplicidad, caridad por el solo amor a Dios». Llegó
a conocer la expansión del Instituto dentro y fuera del país. Vincenza
le antecedió en su ingreso en el cielo, falleciendo de forma inesperada
con 53 años el 11 de noviembre de 1855. Él murió el 15 de diciembre de
1856 a la edad de 83 años dejando a sus hijas este postrer testamento
con su bendición: «la unión, la paz, la obediencia, y los enfermos…». Fue beatificado por Pablo VI el 6 de julio de 1975.
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