«Primera americana canonizada, aunque de origen francés. Admirable
apóstol en la reserva de los pieles rojas de Potawatomi, Kansas,
quienes la denominaron ‘la mujer que siempre reza’. La oración fue
sublime vía de comunicación»
Wiki Commons |
(ZENIT – Madrid).- Hoy dedicación de la basílica de san Pedro y san
Pablo, la Iglesia celebra también la vida de esta primera americana
canonizada.
Indudablemente, los sueños apostólicos no tienen fronteras cuando la
voluntad humana se pliega a la divina. Y es que un apóstol jamás pone
cotas a su acción. Tiempo y edad palidecen ante el torrente de gracia
que Dios le otorga para llevar a cabo su misión. Esta francesa, hija del
prestigioso abogado Pierre François Duchesne y de Rose Euphrasine
Perier, tenía 49 esplendorosos años cuando se embarcó en el proyecto de
sembrar la fe en América. Tres décadas más tarde, a la edad de 72, se
convirtió en un auténtico emblema espiritual para los pieles rojas de la
reserva de Potawatomi en Sugar Creek (Kansas). Ellos la denominaban «la mujer que siempre reza»,
hermosísimo apelativo para un seguidor de Cristo y testigo suyo ante el
mundo, claro indicio del impacto que les causaba el ejemplo de esta
gran mujer.
Había nacido en Grenoble el 29 de agosto de 1769 en una familia
acomodada de la que iba a surgir uno de los presidentes de la República
francesa. Llevaba inscrito en su nombre de pila el ardor apostólico de
dos grandes santos: Felipe apóstol y Rosa de Lima en quienes sus padres
pensaron al imponérselo. Sus progenitores confiaron su educación a las
religiosas de la Visitación, en Sainte Marie d’en Haut. Rosa vivía una
gran caridad, era piadosa y devota del Sagrado Corazón de Jesús, tierra
abonada para que calaran las enseñanzas del colegio, de modo que en su
adolescencia tomó la resolución de integrarse en esa comunidad
religiosa, que bien conocía. Tan rotunda era su convicción que no dudó
en rechazar el matrimonio que sus padres fraguaron cuando tenía 17 años,
y aunque no contaba con su autorización para hacerse religiosa, a los
18 ingresó en el convento. Eso sí, su padre se opuso a que profesara
antes de cumplir los 25.
La vida de la santa dio un giro inesperado cuando las autoridades
gubernamentales clausuraron el convento y expulsaron a la comunidad en
medio de una convulsa situación política. De regreso al hogar paterno
Rosa se involucró en acciones caritativo-sociales, socorriendo a pobres,
enfermos y prisioneros. En 1801 adquirió el convento en el que había
ingresado con objeto de dinamizarlo nuevamente, acompañada de otras
jóvenes, pero no fructificó su proyecto. Y en 1804 se unió a la reciente
fundación puesta en marcha por santa Magdalena Sofía Barat: las
religiosas del Sagrado Corazón. Puso a su disposición el convento y un
año más tarde profesó.
Toda la madrugada del Jueves Santo de 1806, mientras oraba ante el
Sagrario, vivió una experiencia mística singular que impregnó su corazón
con un profundo sentimiento misionero, acentuando el que ya poseía. Se
vio místicamente transportada al continente americano, desbordada por
intensísimo amor perfilado en momentos de la Pasión: «me
veía después sola con Jesús o rodeada de una turba de niños negros,
silvestres florecillas del bosque, sintiéndome más feliz en medio de
ellos que cualquier potentado de la tierra en su corte…».
Un instante sublime que le hizo revivir la gesta de otros insignes
misioneros, san Francisco Javier y san Francisco de Regis, entre ellos,
dejando su espíritu invadido por la paz y la urgencia apostólica: «…
todo iba lo mejor posible; no tuvo cabida en mi corazón tristeza
alguna, incluso santa, porque me parecía que se iba a hacer una
aplicación nueva de los meritos de Jesús».
Hubiera querido volar hacia la misión, pero tuvo que esperar.
Mientras, depuraba lo que podía entorpecer su vida espiritual. La madre
Barat, conocedora de estos sentimientos y otros que bullían en su
interior, aconsejó un periodo de espera en el que debía acrecentar su
humildad, espíritu de abandono y desprendimiento de sí. Su certero
consejo de que las «angustias interiores» únicamente las paliaría
«buscando la gloria de Dios», ayudaron a Rosa a progresar en la virtud.
Su momento de partir llegó en 1818. El prelado de Louisiana, monseñor
Doubourg, requería la presencia de las religiosas, y Rosa emprendió el
viaje junto a cuatro de ellas. La primera fundación, firmemente erigida
en una modesta cabaña de madera, fue en Saint Charles, cerca de Saint
Louis (Mississipi), y a ella siguieron otras cinco, además de la
creación de una escuela gratuita en 1820. Su inquebrantable fe brillaba
con especial fulgor en medio de las difíciles condiciones a las que hizo
frente: miseria, hambre, frío, epidemias, inclemencias meteorológicas…
Su espíritu de austeridad y entrega fue en todo momento heroico.
Fue relevada de su misión como superiora general en 1841, y quedó
libre de responsabilidades para dedicarse por entero a los indígenas. La
salud, hartamente quebrantada, tampoco fue óbice para responder a la
demanda de un jesuita que juzgaba esencial su presencia en la reserva.
Se desvivió por los enfermos y erradicó la lacra del alcoholismo. No
estaba dotada para los idiomas, así que el lenguaje de la oración le
permitió suplir esa deficiencia; fue su vehículo de comunicación y con
él conmovió el corazón de los indios. Después de un año de intensa
entrega entre ellos, dado su precario estado físico, regresó a Saint
Charles en 1842. Diez años más tarde, el 18 de noviembre de 1852, murió.
Fue beatificada por Pío XII el 12 de mayo de 1940, y canonizada por
Juan Pablo II el 3 de julio de 1988.
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