«Mártir mexicano. Un ejemplo de abandono en las manos de Dios, joven
sacerdote generosamente entregado a su misión, y por ello ajusticiado
con saña»
Facebook of Pedro Esqueda Ramírez |
(ZENIT – Madrid).- Nació en San Juan de los Lagos, Jalisco, México,
el 29 de abril de 1887. Sus padres Margarito Esqueda y Nicanora Ramírez
ignoraban que habían traído al mundo a una persona auténtica, valiente,
que sería testigo de Cristo ante el mundo. Con escasos recursos
económicos, la familia vivía alumbrada por la fe que recibió el
muchacho, y que se ocupó de acrecentar con la gracia divina. Por eso, la
conocida expresión «estamos en manos de Dios» que frecuentemente se
formula cuando la incertidumbre ante un futuro incierto hace acto de
presencia, sean cuales sean las razones, no fue para él un comentario
lacónico, una especie de comodín verbal sin más pretensiones, como
tantas veces ocurre. Este joven intrépido y valeroso sostuvo
rigurosamente esta convicción, con la hondura que encierra de absoluta
confianza en la voluntad divina, en el instante más álgido de su corta
existencia.
Su temprana vinculación a la parroquia como niño de coro y monaguillo
despertó su vocación al sacerdocio. Su expediente académico era
impecable. Responsable y aplicado en sus estudios, siempre cosechando
buenas notas, hicieron de él un alumno modélico para Piedad y Pedro, dos
de sus profesores y directores de los centros en los que se educó. En
esa infancia enriquecida por la piedad, y saludablemente gozosa, se
habituó a rezar el rosario. Erigía altares en los que simulaba estar
oficiando misa, el sueño que alimentaba en su espíritu.
Tenía 15 años cuando ingresó en el seminario auxiliar de San Julián,
dejando el incipiente trabajo en una zapatería, porque su padre juzgó
conveniente que iniciase la carrera eclesiástica. Allí siguió mostrando
sus cualidades para el estudio, que eran tan solo un matiz de las muchas
que le adornaban. En el seminario permaneció recibiendo formación hasta
que las autoridades federales determinaron cerrarlo en 1914. No había
podido ser ordenado, pero era ya diácono, y al regresar a su ciudad
natal actuó como tal en la parroquia hasta que en 1916, después de haber
completado estudios en el seminario de Guadalajara, se convirtió en
sacerdote. Recibió el sacramento a finales de ese año en la capilla del
hospital de la Santísima Trinidad. A continuación fue designado vicario
de la parroquia en la que trabajaba. En ella permaneció hasta su muerte;
once años de intensa actividad pastoral, dando lo mejor de sí. Dinamizó
la vida apostólica con una excelente labor catequética que tenía como
objetivo a los niños, a la par que impulsaba la asociación Cruzada
Eucarística inducido por su amor a la Eucaristía, devoción que, junto a
la que profesaba a la Virgen, extendió entre los fieles. De la
Eucaristía extraía su fortaleza y aliento. Fue también un ángel de
bondad para los pobres.
Las fuerzas gubernamentales en una feroz campaña anticlerical habían
dictado orden de persecución, y las buenas gentes del pueblo intentaron
convencer a Pedro para que huyese a otro lugar. Sólo aceptó refugiarse
de manera provisional en algunos lugares siempre cercanos a los fieles, a
quienes de ese modo seguía atendiendo pastoralmente. Los sacerdotes y
religiosos que han derramado su sangre por Cristo y su Iglesia en medio
de conflictos políticos fueron caritativos y se caracterizaron por la
libertad evangélica. No tuvieron acepción de personas, ni militaron en
bandos determinados. Arraigados en Cristo se desvivían por las
necesidades de sus fieles, con independencia de sus ideologías. Así era
Pedro.
Al inicio de noviembre de 1927 buscó refugio en Jalostotitlán,
Jalisco. Pero regresó a San Juan llevado por su amor a los feligreses;
no quiso dejarles sin asistencia. Se alojó en el hospital del Sagrado
Corazón. El pueblo quería a ese sacerdote que habían visto crecer entre
ellos, pero temían a las represalias de las autoridades si le daban
cobijo; por eso, a veces algunas personas no le franquearon la puerta de
sus moradas. Sin embargo, la gran mayoría no ocultaba su preocupación
por su destino. Y las anfitrionas de una casa en la que fue acogido, le
rogaron seriamente que escapara. Pero Pedro no estaba dispuesto a ello, y
dando testimonio de su gran fe, decía: «Dios me trajo, en Dios confío».
Este sentimiento, que reiteró ante otros vecinos, en ningún modo puede
ser espontáneo cuando la vida está en peligro; estaba asentado en un
corazón orante firmemente clavado en el corazón del Padre, abierto a su
gracia.
Fue detenido el 18 de noviembre de ese año 1927. En un mísero y
oscuro cuartucho sufrió pacientemente la fiereza de los azotes y otras
crueldades que le ocasionaron la fractura de uno de sus brazos; por ello
los federales no pudieron verle expirar en la hoguera, como habían
previsto. Pero el tormento más doloroso fue ver profanados ante sí los
objetos sagrados, destruidos los ornamentos y saqueado el archivo
parroquial. Una cruel e infame tortura para un hombre de Dios, una
persona inocente que lo único que perseguía era amar a Cristo y a los
demás. Las incesantes vejaciones martiriales duraron hasta el 22 de
noviembre. Maniatado y lleno de heridas le obligaron a subir por sí
mismo a un árbol. Allí fue tiroteado sin piedad por un alto oficial que
vertió en él su torrente de ira al ver que no podía sostenerse en la
pira que habían dispuesto para ajusticiarlo prendiendo fuego al árbol en
cuestión. Camino de su particular calvario, envuelto en un heroico
silencio, dejó su testamento de fidelidad a la catequesis y al evangelio
en unos niños que se acercaron a él. Juan Pablo II lo canonizó el 21 de
mayo del 2000.
in
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