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segunda-feira, 28 de novembro de 2016

Gloria Riva, la monja adoratriz que volvió de la muerte tras un accidente de tráfico con su novio

Comprobó que «el Paraíso existe» y lo busca en la belleza del arte

Gloria Riva se entregó a Dios en la vocación específica de la adoración eucarística.

ReL  28 noviembre 2016

La Madre María Gloria Riva no es una desconocida para los lectores de ReL. Entre abril y junio de 2014 publicamos varios artículos suyos sobre distintos milagros eucarísticos, cuya difusión forma parte del apostolado específico de su congregación religiosa.

Gloria Riva habla ante una abarrotada Plaza de San Pedro sobre la adoración eucarística el 10 de junio de 2010, en la víspera del encuentro internacional de sacerdotes.
En su vocación personal jugó un papel determinante una experiencia asombrosa tras un accidente de tráfico. Una vez convertida en monja, ha buscado y encontrado en el arte una forma de gozar, mediante la belleza, la felicidad del Cielo que gozó entonces durante unos minutos.

Así lo explica en esta entrevista concedida a Francesco Agnoli para Libertà e Persona:

Gloria Riva (Monza, 1959), además de su pasión por el arte, cultiva el estudio de la Sagrada Escritura, la Patrística y la espiritualidad de la Madre María Magdalena de la Encarnación [1770-1824, fundadora de las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento]. Entre sus diversas obras sobre el arte y la fe figuran Nell’arte lo stupore di una Presenza [En el Arte, el estupor de una Presencia], Testimoni del Mistero. Quadri sul Vangelo di Luca [Testigos del Misterio. Cuadros sobre el Evangelio de Lucas] Volti e Stupore, uomini feriti dalla bellezza [Rostros y estupor. Hombres heridos por la belleza].

En febrero de 2007 se trasladó a la diócesis de San Marino-Montefeltro, donde fundó una comunidad monástica.

-Usted ha tenido una experiencia cercana a la muerte. ¿Nos puede explicar qué pasó?
-Tenía veintiún años y tenía novio. Estaba dando pequeños pasos hacia la fe, que había abandonado unos años antes tras una serie de vicisitudes. Después de un viaje a Lourdes, donde el clima de oración caló hondo en mí, salí un sábado con mi novio para ir a bailar a una discoteca.

»Llegamos a un semáforo verde y mientras atravesábamos el cruce vi llegar por el otro carril un coche a gran velocidad. Chocamos y después, para mí, sólo hubo silencio y oscuridad. Tuve la clara percepción de haber llegado al final de mi vida y me abandoné totalmente a esta dramática eventualidad. Inmediatamente percibí, dentro de esa oscuridad, una gran paz y serenidad.

»Entonces surgió ante mis ojos una pequeña luz blanquísima que venía hacia mí, expandiéndose. La pulsión beatífica de esa luz era como una llamada. Tuve la certeza de que Dios estaba allí y de que Dios era amor. Deseé con todas mis fuerzas alcanzar esa luz, pero vi pasar mi vida ante mí como en una película y tuve una claridad de juicio total sobre la misma. Esa luz era amor, amor gratuito, y esa gratuidad en mi vida no existía.

»Dos sentimientos contrarios me embargaron. Por una parte, un gran dolor: la eternidad se me ofrecía en toda su belleza y no la podía alcanzar; Dios no me juzgaba, sencillamente se me mostraba con toda su verdad, era yo la que me juzgaba y comprendía toda la desemejanza. Por la otra parte, sin embargo, sentí una alegría indecible: era pensaba, amada y deseada para este tiempo, para esta historia. No somos un juego al azar, una casualidad a la merced de un destino caprichoso.

»Cuando me reanimaron tuve la sensación del rechazo de la vida: tenía siete fracturas, traumatismo craneal, hemorragia interna. Era una especie de rompecabezas que había que recomponer. Inmóvil. Sin embargo, el recuerdo de esa luz fue la prueba de que no morimos y me hubiera gustado gritarles a todos esta verdad.

»He reflexionado a menudo sobre lo que me sucedió mientras estaba incosciente. Me sorprendía recordando detalles que, en relación a la visión de la luz, no conseguía situar en orden temporal.

»Después de que me liberaran del amasijo de hierros en el que había quedado convertido el coche, vi, reconocí y saludé a un querido amigo que prestaba servicio en la Cruz Roja y había venido a socorrerme. Me dijo que me había encontrado inmóvil, aparentemente muerta. Vi mi cuerpo desde arriba y me horroricé al ver una pierna totalmente torcida respecto a la posición natural, y a todo el mundo sobre mi cuerpo. Vi a mi novio en el borde de la calle, con las manos apretando sus costados, mientras respiraba con dificultad y sentí dolor por su estado; por el mío, en cambio, no sentía nada. No oí cosas que en cambio molestaron mucho a mi novio, como las sirenas de los coches de los carabineros, de las ambulancias y de los bomberos.

»He llegado a la conclusión de que mis sentidos estaban estimulados sólo por las relaciones afectivas (mi amigo, yo misma, mi novio).

-Se lee a menudo que quien vive una experiencia de este tipo suele cambiar de estilo de vida. ¿Qué sucedió en su caso?
-Permanecí en el hospital (entre ingresos y altas) seis meses. Esos meses cambiaron mi vida. Como escribió Andrè Frossard: "Dios estaba detrás de mí; a veces también delante de mí". Que la vida es un don que no hay que desperdiciar era para mí algo clarísimo, indiscutible. Ya no fui la misma y descubrí, poco a poco, que el matrimonio no era suficiente, sentía la urgencia de testimoniar a todos lo que me había sucedido. Veía con ojos nuevos cosas y ambientes a los que antes estaba acostumbrada, y veía toda su mezquindad.

»Volví a Lourdes para reflexionar sobre la vocación. Volví con mi novio. Un día se anuló un encuentro que teníamos en la gruta de la Virgen (yo era dama, él camillero: teníamos turnos distintos y, por lo tanto, pocos ratos para vernos). Empecé a caminar y me encontré delante de la cripta. Entonces no lo sabía, pero allí había, entonces, Adoración perpetua.

»Entré y recorrí un largo pasillo con capillas laterales. Me encontré en una capilla circular blanquísima, en penumbra. Dos religiosas vestidas de blanco estaban en adoración ante un ostensorio que tenía la forma de un ramo de espinas. Noté inmediatamente una fuerte presencia y vi que la Eucaristía estaba iluminada desde atrás, la distinguí claramente como una pequeña luz en la oscuridad. Hela aquí, pensé, la luz que encontré en la calle. No se necesita morir para verla. La Iglesia la esconde en el secreto del altar cada día, allí dónde se celebra, allí dónde se adora.

»Ese día decidí que no me separaría nunca de la Eucaristía. Entré en la congregación de las monjas de la Adoración Perpetua de Monza, donde permanecí veintitrés años. En el monasterio me fui dando cuenta de que son los propios católicos los que pisotean el tesoro de la Eucaristía. Que había una belleza que era incomprensible para todos y que era necesario aumentar la fuerza de la llamada.

»Por encargo de mis superiores acompañaba a  unos laicos y pude observar que había desaparecido de nuestra vida diaria la fuerza unificadora del símbolo y, así, empecé a explicar la Escritura y la fe a través del arte. Poco a poco esto se fue revelando un carisma, que me llevó a la determinación de fundar un monasterio que, junto a la Adoración Eucarística (y, por consiguiente, manteniendo la vida de oración y contemplación), prestara una particular atención a la belleza en todas sus formas, sobre todo las vinculadas a la liturgia. Algo que llevé a cabo en 2007, en la diócesis de San Marino Montefeltro.

-Usted está muy interesada en el arte y, en el pasado, contando en la televisión su experiencia aludió a las obras de El Bosco. ¿Nos puede explicar por qué?
-Explicar una experiencia cercana a la muerte como la mía es arriesgado. Puede ser entendida, pero puedes caer en la banalidad, en lo oculto, en la New Age. He tenido esta experiencia varias veces. Después del accidente vi, por casualidad, el políptico de El Bosco titulado La visión del Más Allá.


 
»Lo había estudiado en el colegio, sin que me llamase especialmente la atención. Volver a ver el llamado por los críticos empíreo me impresionó mucho. Entendí que sólo quien había tenido una experiencia similar a la mía podía pintar de manera tan concreta lo que había visto.


»En el panel de El Bosco una luz blanca circular (parecida a una hostia) irrumpe en la oscuridad, latiendo. Hay almas que desean alcanzarla, pero a algunas se lo impide la propia oscuridad. En la parte más baja del panel, ángeles con alas negras frenan a estas almas, que tienen las manos en alto como si no pudieran moverse. Pero su rostro está constantemente girado hacia la luz y esta tensión las purifica. De hecho, un poco más arriba (más cerca de la luz), ángeles con alas rojas (el fuego purificador) sujetan a almas que siguen mirando la luz, pero cuyas manos están en posición de oración. Su deseo de Dios las purifica y, así, se elevan. Al final, en la parte más alta, precisamente en el inicio del cono de luz blanquísima, hay almas acompañadas de ángeles con alas blancas y con las manos extendidas, abrazando.

»Esta obra corresponde exactamente a lo que yo he vivido y me consuela ver cómo un pintor del siglo XV, que no podía saber lo que son las terapias intensivas y el ensañamiento terapéutico, ha pintado algo que se corresponde a lo que cuentan quienes, por así decir, han vuelto atrás para avisar a nuestro mundo materialista que el paraíso existe.

Traducción de Helena Faccia Serrano (diócesis de Alcalá de Henares).

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