«Excelso franciscano, virtuoso y brillante teólogo, aclamado como
doctor subtilis, es también conocido como doctor mariano y doctor del
Verbo Encarnado por su encendida defensa de la Inmaculada Concepción»
Beato Juan Duns Scoto |
(ZENIT – Madrid).- Eminente filósofo y teólogo del
medioevo, uno de los máximos exponentes de la escuela escolástica,
inteligentísimo y ardiente defensor de María, reconocido como Doctor subtilis
(«Doctor sutil») pudo nacer en la localidad escocesa de Duns, condado
de Berwick hacia 1266. En su familia, dedicada al pastoreo, estaba
intensamente afianzada la espiritualidad franciscana. De hecho, un
hermano de su padre era vicario del convento que los frailes menores
tenían en Dumfries. Parece que aunque rondó por su cabeza la idea de
convertirse en soldado, renunciaría a este futuro movido por el alto
ideal de consagrar su vida a Dios, que percibió cuando despuntaba su
juventud, y no dudó en ofrecérsela a Él. Así cuando dos avezados
apóstoles franciscanos de aquélla comunidad pasaron por su ciudad natal y
repararon en su sensibilidad espiritual, apreciando su valía, le
invitaron a seguir a Cristo. Hacia 1280, sin rastro de nubes en su
horizonte existencial que lo impidiera, secundó a los religiosos.
Después de ser ordenado en 1291 en Northampton le encomendaron la
delicada tarea de confesar, misión muy reputada en la época que se
ofrecía a personas de probada virtud, hasta que llegó el momento de
iniciar estudios de teología en los prestigiosos paraninfos
universitarios de Cambridge y Oxford. Sus dotes intelectuales eran tan
excepcionales que en 1293 fue enviado a completar su formación en la
célebre universidad de París, aunque en esta decisión pesaron de forma
singular sus cualidades espirituales. En él vieron sus superiores los
rasgos de un gran franciscano cuya convivencia, por su virtud, era
ejemplar. Y es que Juan era un hombre de oración, obediente, humilde,
sencillo, abnegado, devotísimo de la Eucaristía y de María, fiel a la
Iglesia. Un místico y contemplativo, pero no teórico; lo que escribía y
decía estaba encarnado en su amor y entrega a Cristo. Bebía de la
tradición de la Iglesia nutriendo con ella las enseñanzas
filosófico-teológicas.
Se convirtió no sólo en un reputado profesor universitario, aclamado
en Cambridge y en París, ciudades donde ejerció la docencia, sino en un
apóstol singular que defendía la verdad y actuaba coherentemente en todo
instante. Por su testimonio muchos de sus discípulos se sintieron
alentados a emprender el camino de la santidad, y su influjo no ha
cesado en todos estos siglos. Durante el curso 1297-98 las Sentencias de Pedro Lombardo fueron uno de los textos fundamentales que alumbraron su reflexión intelectual; constituyeron la base de su Lectura I, II y III,
y materia para su labor académica en Cambridge. Por cierto, que estos
trabajos, que en realidad pretendían ser apuntes sobre las Sentencias de Lombardo, revelaron sus altas cualidades para la teología, disciplina que enseñó en París, Oxford y Colonia.
En sus clases ya se ponía de manifiesto su espíritu religioso puesto
que daba inicio a las mismas con una oración que incluía después en sus
obras. En 1302 se hallaba en París por segunda vez, pero la estancia fue
breve. Se produjo un gravísimo enfrentamiento entre el papa Bonifacio
VIII y el monarca francés Felipe IV, y Juan se negó a firmar una
apelación promovida por éste contra el pontífice, por lo cual tuvo que
abandonar la capital gala. En 1305 regresó por tercera y última vez a
París como profesor de filosofía y de teología en calidad de Magíster regens. Hallándose en esta ciudad, impulsó la disputa en torno a la Inmaculada Concepción.
La situación planteada era compleja, especialmente por el peso de
cierta tradición al respecto sosteniendo que la Virgen no había sido
«concebida inmaculada» desde el principio. Pero Juan se encomendó a
María: «Te alabaré, oh Virgen sacrosanta; dame valor contra tus enemigos».
Poseía una inteligencia excepcional, gran agudeza y sentido crítico.
Sus cualidades intelectuales, vinculadas a las espirituales, hicieron de
él la persona idónea para defender a la Inmaculada. Fue capaz de
memorizar doscientos argumentos contrarios a esta doctrina y refutarlos
sistemáticamente y por el mismo orden que fueron expuestos, uno por uno.
Es bien conocido el axioma de Eadmer inspirado en San Anselmo: «Potuit, decuit, ergo fecit
(Podía, convenía, luego lo hizo)», que Scoto desarrolló dejando claro
que la Madre de Dios había sido preservada del pecado original desde el
mismo instante de su concepción. Ella fue agraciada por la redención de
Cristo antes de ver la luz del mundo.
El argumento del beato fue tenido en cuenta por Pío IX para definir
este dogma mariano proclamado el 8 de diciembre de 1854 en la
Constitución Ineffabilis Deus. La encendida defensa de María y
de la Encarnación efectuada por Scoto le han merecido el título de
«doctor mariano» y «doctor del Verbo encarnado». Su devoción por la
Madre del cielo rubricaba el genuino espíritu franciscano al que se
había abrazado.
En 1307 sus superiores le destinaron a Colonia para impartir clases en el Studium
teológico franciscano. Y allí murió el 8 de noviembre de 1308. Estaba
en el esplendor de su madurez; tenía 43 años. Su excepcional legado
intelectual comprende obras de gran envergadura como Ordinatio (Opus oxoniense) y Reportata parisiensa (Opus parisiense), así como el Tratado del Primer Principio.
Había inducido a sus numerosos alumnos, algunos de ellos insignes, así
como a los incontables que le siguieron, a transitar por el camino de la
perfección. Juan Pablo II lo beatificó el 20 de marzo de 1993, aunque
ya había confirmado su culto ab inmemorabili tempore el 6 de
julio de 1991. Al elevar a Scoto a los altares, el pontífice lo denominó
«cantor del Verbo encarnado y defensor de la Inmaculada Concepción».
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