«Joven cubano de ascendencia española. Un agustino que pudo
haberse liberado de la muerte que pendía sobre él por su condición
religiosa, pero eligió derramar su sangre por Cristo siendo mártir en la
guerra española de 1936»
El beato José López Piteira |
(ZENIT – Madrid).- La divina Providencia quiso que este
joven, primer beato cubano, defendiendo su fe en Cristo viniese a
derramar su sangre en España, la tierra de sus antepasados, aunque llevó
clavada en su corazón hasta su postrer aliento la isla caribeña que le
vio nacer. Pero un apóstol es ciudadano del mundo, un vastísimo
territorio que se conquista palmo a palmo entregándolo todo, como Cristo
exige en el evangelio, de modo que cualquier lugar al que se vea
conducido en aras de la voluntad divina se convierte en un destino amado
e irrenunciable. Y esto que José tuvo presente en todo momento, unido a
la gracia divina que le alumbró, hizo que no tambalease lo más mínimo
justamente cuando se enfrentó a la muerte brutal que otros le
impusieron. No es tan mundialmente conocido como otros mártires, pero
forma parte por derecho propio de quienes supieron hacer frente con toda
valentía a ese cruel instante que se cernía sobre ellos, y que
generosamente dieron su vida dejando tras de sí un admirable legado de
amor.
Un día de primeros del siglo XX su humilde familia abandonó la noble
tierra gallega para ganarse el sustento, como hicieron tantos
compatriotas. Allí quedaron, bajo la custodia de los abuelos, dos de sus
hijos, de los que se despedirían con inmenso dolor. En su equipaje
portaban la fe heredada de sus padres como un preciado tesoro que
habrían de transmitir a su numerosa prole. José nació en Jatibonico,
Cuba, el 2 de febrero de 1912. Fue el quinto de los hijos que vinieron
al mundo en ese hogar creado por Emilio y Lucinda, y segundo de los
varones; después nacerían cinco vástagos más.
En plena niñez, poco antes de cumplir sus cinco primeros años de
vida, José regresó junto a sus progenitores a España. Aunque apenas
existen datos de su infancia, debió ser uno de esos niños que no crean
problemas. Cursó estudios en régimen de internado con los benedictinos
de Santa María de San Clodio, del municipio de Leiro, Orense, dando así
sus primeros pasos hacia la vida religiosa. A buen seguro que sus padres
habrían puesto grandes esperanzas en él. Finalizados sus estudios, se
integró con los agustinos de Leganés, Madrid. Profesó con ellos en 1929,
y prosiguió su formación en el monasterio de san Lorenzo del Escorial.
Se han destacado las cualidades que apreciaron en él en esa época de su
vida subrayando su «carácter bondadoso y tratable, entusiasta y
observante».
Y efectivamente no sería mal religioso cuando un año antes de
convertirse en sacerdote, momento que aguardaba gozoso, ya estaba
decidido su futuro como vicario apostólico de Hai Phòng, en Vietnam. Sus
superiores habían vislumbrado en él las cualidades y virtudes que iban
configurándole como un gran apóstol. No llegó a partir y tampoco pudo
recibir el sacramento del orden. Sus sueños se truncaron violentamente
al ser apresado el 6 de agosto de 1936 junto a sus hermanos religiosos
en medio de la fratricida contienda española. El antiguo colegio
madrileño de San Antón, que había sido propiedad de los padres
escolapios, donde tantos alumnos fraguaron y compartieron su fe –entre
otros Fernando Rielo, fundador de los misioneros y misioneras identes–,
convertido entonces en cárcel, fue el escenario donde se desenvolvieron
los preámbulos del particular calvario de José.
Cuando llegaron a buen puerto las gestiones realizadas
por sus atribulados familiares ante las autoridades cubanas, en un gesto
de valentía y coherencia el beato declinó la oferta de su liberación. Y
su temple apostólico, lleno de caridad, se puso de manifiesto en su
inquebrantable voluntad de dar hasta el final los mismos pasos de sus
hermanos de comunidad: «Están aquí todos ustedes que han sido mis
educadores, mis maestros y mis superiores, ¿qué voy a hacer yo en la
ciudad? ¡Prefiero seguir la suerte de todos, y sea lo que Dios quiera!».
Así lo determinó, con rotundidad, dispuesto a cumplir la voluntad
divina. Los rostros de sus superiores y formadores le contemplaban
conmovidos. Y con ellos compartió numerosos sufrimientos en cerca de
cuatro meses marcados por las privaciones y la angustia, hasta que
entregó su alma a Dios en Paracuellos del Jarama, Madrid.
Fue ajusticiado el 30 de noviembre de 1936, junto a
otros 50 religiosos agustinos, exclamando: «¡Viva Cristo Rey!», al
tiempo que renovaba el supremo acto de perdón aprendido del Redentor
hacia quienes le privaban de su vida; así le franqueaban las puertas del
cielo. Tenía 24 años. Fue beatificado el 28 de octubre de 2007, junto a
497 mártires de la persecución, por el cardenal Saraiva, como Delegado
de Benedicto XVI.
in
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