«Solidaridad, fe al servicio de los débiles y entrañas de
misericordia, llevaron a esta beata, alentada por el beato Carlos Steeb,
a fundar un Instituto dirigido al amplio colectivo de desfavorecidos
que iba hallando a su paso»
Vincenza María (Luigia) Poloni (Web arquidiócesis de Trento) |
(ZENIT – Madrid).- Nació en Verona, Italia, el 26 de enero
de 1802. Pertenecía a una familia plenamente comprometida con la fe
cristiana; fue heredera de esa riqueza que sus padres, Gaetano y
Margherita, le legaron. Ambos habían sido puestos a prueba
reiteradamente con la pérdida de gran parte de su numerosa prole. De
doce hijos habidos en el matrimonio –Luigia fue la última– solo tres
sobrevivieron. Inteligente y capaz, sensible ante las adversidades, supo
ser motivo de descanso para su familia. De su padre, integrado en una
asociación benéfica, aprendió la riqueza que esconde el desprendimiento,
acogiéndolo para sí. Sin duda, las personas que frecuentaran el
establecimiento de comestibles y herboristería que regían, tendrían
constancia fehaciente de su virtud. Además, Gaetano pertenecía a una
asociación volcada en auxiliar a los desfavorecidos.
Tras la muerte de su progenitor se pusieron de manifiesto las
cualidades de la beata para conducir los negocios familiares. Discreta y
servicial acertaba siempre en el trato dispensado a los clientes; supo
custodiar perfectamente los bienes comunes. Fue una persona de
inestimable ayuda, dadora de consuelo cuando tuvieron que afrontar los
nuevos infortunios que se produjeron en su entorno. Su generosidad hizo
que sus propios sobrinos acudieran a ella por considerarla como una
madre. Conocía en carne propia el zarpazo del sufrimiento, su valor
purificativo, el cúmulo de enseñanzas que conlleva humanas y
espirituales, y había adquirido el sentimiento de solidaridad universal
que aglutina a quienes han pasado por él. Sus entrañas de misericordia
serían manifiestas de forma singular en la obra que le aguardaba y de la
que sería artífice.
Poco a poco hechos diversos fueron conduciéndola a la entrega
definitiva a Dios. La oración sostenía su intensa dedicación a paliar
las necesidades ajenas y a administrar la economía familiar. En ese
cuidar a los demás se incluía su labor como voluntaria en el asilo de
ancianos de su ciudad natal. Fue Carlos Steeb, su director espiritual,
quien se percató de la grandeza humana y virtudes de la joven, su
abnegación y el desasimiento de todo lo que no fuese su prójimo,
precisamente porque era una mujer orante. Él entrevió la misión a la que
estaba destinada. Atento a los signos, como es propio de los grandes
apóstoles, la alentaba a seguir el sendero de la perfección a la espera
de que se manifestase la voluntad divina sobre ella.
Entre tanto, la entrega de Luigia a los necesitados
crecía. Durante la epidemia de cólera fue evidente que la acción de la
futura fundadora no era un acto solidario, sino que iba acompañada de un
cariz de ternura con los damnificados en el que latía el amor divino.
Era una persona apreciada por su talento, agudeza, discreción y espíritu
de servicio, entre otras virtudes. Carlos Steeb la abordó un día,
diciéndole: «Hija mía, el Señor la quiere fundadora de un Instituto de
Hermanas de la Misericordia, ninguna dificultad la atemorice o la
detenga, para Dios nada es imposible». A lo que ella replicó
humildemente: «Yo soy la más incapaz de todos pero el Señor se sirve, a
veces, de los instrumentos más débiles para llevar a cabo sus designios:
que se cumpla su voluntad». Y el 2 de noviembre de 1840, junto a otras
tres mujeres, emprendió la fundación del Instituto, animada y asistida
por el padre Steeb, con el carisma de servir a Cristo dirigiéndose a ese
amplio colectivo que carece de afecto y de bienes: ancianos, pobres,
niños, jóvenes, personas privadas de la libertad, etc., con un extenso
programa de acciones llevadas a cabo en parroquias, hospitales,
escuelas, asilos, centros médicos de primeros auxilios y prisiones,
entre otros.
Al profesar en 1848 Luigia tomó el nombre de Vincenza en honor de san
Vicente de Paúl. Y realmente se dejó guiar por el espíritu de este
santo, porque los abandonados y los enfermos afectados por lesiones
contagiosas tuvieron en ella otro ángel tutelar. Fueron quince años de
intensa acción, en la que incluyó la formación de jóvenes adolescentes y
de niñas, siempre con el afán de que pudieran conocer y experimentar el
amor misericordioso de Dios. Extendió sus caritativos brazos a través
de las religiosas, y así fueron abriéndose nuevas fundaciones hasta que
un cáncer de mama, que inicialmente ocultó a los miembros de su
comunidad y que después de ser intervenido no se erradicó, acabó con su
vida el 11 de noviembre de 1855.
En su testamento había encomendado a sus hijas que
viviesen la caridad, que reinara entre ellas el respeto, que no
alentasen malos entendidos ni resentimientos. Hizo notar que si algo
tormentoso se cernía en el horizonte, que no caminasen ni una hora con
el peso de esa amargura, sino que inmediatamente debían buscar la
reconciliación. Con toda claridad les había recordado la responsabilidad
que tenían: Si mantenían viva la caridad entre todas, preservarían
indemne el Instituto; de lo contrario, desaparecería. Quería pensar, y
así lo expresó, que eso no sucedería jamás. Una vez les hubo asegurado
que las asistiría desde el cielo, finalizó diciendo: «La caridad
sobrevive a la muerte; esa, no lo dudéis, nos unirá en el Señor
eternamente». Después de su deceso, el beato padre Steeb no dejó
abandonadas a las religiosas sino que sostuvo la obra hasta su muerte.
Luigia fue beatificada por Benedicto XVI el 21 de septiembre de 2008.
in
Sem comentários:
Enviar um comentário