«Fundadora del Instituto de Nuestra Señora del Monte Carmelo, gran
contemplativa, mística de la Pasión. El anticlericalismo se cebó con su
fundación, perseveró confiada en la divina Providencia y volvió a
ponerla en marcha»
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(ZENIT – Madrid).- En esta beata se cumple maravillosamente el dicho de san Juan de la Cruz: «Donde no hay amor, pon amor, y recibirás amor».
Vino al mundo el 15 de mayo de 1825 en Montevarchi, Toscana, Italia,
siendo objeto de decepción para sus padres desde el mismo instante en el
que vio la luz. Las consecuencias de su desencanto al ver que en lugar
de un varón tenían otra hija podían haber sido devastadoras para María,
que creció desnuda de caricias y sin hallar eco maternal para su
desdicha. Esa «espina que atravesaba su corazón», como
ella misma relató en su Autobiografía, fue un compendio de dislates que
estuvieron presentes ya en su bautismo y se mantuvieron vivos el resto
de sus días. Aprendió a huir para no afrentar a su madre con su
presencia, pero el perdón corría ya por sus venas y las delicadas
atenciones que recibía su hermana no envenenaron su espíritu con
sentimientos de animadversión, rivalidad, celos y envidia hacia ella.
Sufría por la ausencia de amor, y éste lo halló en la Virgen María, a la
que tomó como auténtica Madre.
Casi dos años tuvo que permanecer postrada por una extraña
enfermedad, de la que sanó súbitamente en 1841 gracias a la intercesión
de san Fiorenzo. Fue en esa época cuando se perfiló en el horizonte de
su vida la consagración religiosa. Vivía sumida en profundas
reflexiones: «Me comparaba a mí misma, entregada a Dios, con el oro
en manos de un orfebre y con la cera en manos de quien la modela,
dispuesta a tomar cualquier forma que le agradara a él». Movida por
estos sentimientos, en 1846 ingresó en el monasterio de Santa María
Magdalena de Pazzi, en Florencia, pero sólo permaneció en él dos meses
convencida de que Dios le pedía atender al prójimo. Como siempre, todo
lo que acontecía estaba en manos de Él. Y salió pertrechada con hondas
determinaciones que habría de cumplir hasta el fin de sus días: «Pureza,
pureza de intención. Buscar en todo complacer a Dios, hacer bien a los
demás (esto también en Dios), y la abnegación de uno mismo. Todo basta
para hacer un santo».
La sociedad en la que se movía daba la espalda a la religión, y
estaba anegada de miserias y carencias que, como siempre sucede, son
particularmente dolorosas e intensas para los menos pudientes. Ver a su
alrededor tanta incultura y pobreza le movió a actuar. Y en 1849,
después de convertirse en terciaria carmelita, en su propio domicilio
creó un ambiente propicio para formar a las niñas que no tenían más
morada que la calle. Las primeras privilegiadas fueron una docena de
ascuas encendidas que alumbraban la esperanza de la futura fundadora, y
tres idealistas y generosas profesoras que se unieron a su encomiable
labor: Edvige Sacconi, Ersilia Betti y Teresa del Bigio. Las normas que
estableció al principio eran comunicaciones verbales. Y así, en 1854,
con toda sencillez nació integrado por ellas el Pío Instituto de Pobres
Hermanitas del Corazón de María, que fue aprobado por el prelado de
Fiesole. Entonces María llevaba ya dos años dirigiendo la Escuela Normal
de Montevarchi. Las reglas que escribió para la Orden estaban
impregnadas del carisma carmelita. Luego la obra cambiaría de nombre.
La devoción por la Eucaristía y por la Virgen caracterizaron a esta
gran mujer, que sentía profundo anhelo de purificarse. Iba acompañado de
un sentimiento purgante colmado de aflicción por los pecados del mundo y
los alejados de la fe. Por ello no dudó en ofrecer sus sacrificios,
reclamando la cruz inducida por ferviente oración. De hecho se la ha
considerado una «mística de la Pasión».
La fundadora tuvo un encuentro tangencial con el papa Pío IX. Era el
mes de agosto de 1857 cuando, en una visita a Florencia, el pontífice
puso su mano sobre la cabeza de la beata, mientras ella permanecía
arrodillada a sus pies. En su corazón tomó ese instante como signo de su
aprobación. Poco antes había escrito en las reglas: «No estamos en esta tierra más que para cumplir la voluntad de Dios y llevar almas a él».
Su lema fue un admirable «fiat» que cumplió en todo momento. En junio
de 1859 las tropas del Piamonte arrasaron el convento y en noviembre fue
suprimida la fundación. Las religiosas se dispersaron al ser
secularizadas.
María no de desmoronó. Sabía que era obra de Dios y en 1878
nuevamente la puso en pie con el amparo del arzobispo de Florencia,
monseñor Cecconi. Pero el futuro era oscuro como la noche. Se produjeron
fallecimientos, abandonos y no florecía ni una sola vocación. Por si
fuera poco, su brazo derecho, Clementina Mosca, se fue a un convento de
dominicas. Pero el amor que profesaba la beata a Dios y a María no tenía
medida, y abrazada a la cruz se ofreció como víctima propiciatoria por
la fundación. Dios le tomó la palabra: enfermó de gravedad y voló al
cielo el 14 de noviembre de 1889.
El Instituto quedó en manos de tres religiosas en condiciones
hartamente difíciles: una anciana, otra casi paralítica y una novicia.
Parecía el fin. Y entonces regresó Clementina, que tomó el nombre de
María de Jesús, y fue considerada cofundadora de la Orden; con ella
renació la obra como el ave Fénix, alumbrada desde el cielo por su
mártir fundadora. En 1929 el Instituto fue reconocido de derecho
diocesano por el cardenal Mastrangelo, y acogido en la Orden carmelita
por el prior general, Elías Magennis, denominándose la obra Instituto de
Nuestra Señora del Monte Carmelo. María fue beatificada el 8 de octubre
de 2006 por el cardenal Saraiva, como Delegado de Benedicto XVI.
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