«Benedictina. Una vida heroica, llena de religiosa belleza.
Durante setenta años supo ofrecer a Dios cotidianamente las labores de
la vida ordinaria. Sus milagros hicieron que por clamor popular fuera
enterrada en la iglesia»
Panorama de Veroli donde nació la beata - (Wiki commons - enricohl.jpg) |
(ZENIT – Madrid).- Que la santidad no precisa
ostentación alguna, ni tiene por qué venir acompañada de gestas
relevantes lo prueba la vida de muchos insignes seguidores de Cristo.
Para el que aspira a alcanzar la mejor morada en el cielo, pasar por
este valle de lágrimas envuelto en el anonimato, oculto en Dios, es
contar con uno de los grandes regalos del que ya puede disfrutar en la
tierra. A fin de cuentas, vivirá eternamente prendido del amor de Dios
con absoluta exclusividad entre la pléyade de bienaventurados que le
aguardan. Llegamos al mundo sin atavíos de ningún tipo y esa misma
desnudez que nos acompañará en la muerte, solo la habrá podido cubrir,
en el máximo sentido de la expresión, la misericordia divina.
El mérito incuestionable de esta beata
italiana radica en haber sabido cumplir día a día su misión, con plena
fidelidad, en las humildes tareas que le encomendaron, en el silencio
del claustro, sin otra aspiración que la de ser santa, único tesoro por
el que se entregó en su vida consagrada. Harta proeza, sin duda alguna.
Hay un halo de innegable grandeza en haber logrado realizar las dignas
labores de hilar, lavar, coser y remendar, que son tan rutinarias, con
el gozo y sencillez con que ella lo hizo durante setenta años. Es decir,
que sobrenaturalizó lo ordinario, como han hecho otros santos y santas.
Nació en la localidad italiana de Veroli,
región del Lazio, el 10 de febrero de 1827. Su hogar estaba regido por
un padre que no era precisamente un dechado de virtudes. La ludopatía y
el alcohol hundieron el negocio de Luigi Viti, un próspero comerciante, y
arruinó la vida de su esposa Anna Bono y de sus nueve hijos. Anna
Felicia fue la tercera de los hermanos. A los 14 años perdió a su madre
–su corazón no había resistido tanta desdicha y claudicó cuando tenía 36
años de edad– y ella debió sustituirla en el cuidado de la numerosa
prole. La situación era de grave carencia en todos los ámbitos, una
difícil coyuntura creada por los vicios de su padre. Para contrarrestar
tanta miseria y el hambre que padecían, ya que su progenitor continuaba
atrapado en sus adicciones, Anna Felicia trabajó como empleada doméstica
al servicio de una familia de Monte San Giovanni Campano. En ese
momento su trabajo era prácticamente la única vía de ingresos que
entraba en el hogar. Y este fue el escenario de su vida hasta los 24
años.
Se le presentó la ocasión de desposarse con
un ciudadano de Alatri, que la cortejó y que le ofreció un futuro
esperanzador ya que poseía cuantiosos bienes, pero la generosa joven
soñaba con la vida religiosa y lo rechazó. Tantos sufrimientos habían
acrisolado su amor a Cristo y con Él había sido capaz de rogar
diariamente la bendición de su padre, a quien besaba respetuosamente las
manos sin censurar en su corazón a ese despojo humano, en el que se
había convertido, apresado por las flaquezas, y dominado por su mal
carácter.
El 21 de marzo de 1851, a la edad de 24
años, cuando vio que sus hermanos estaban bien encaminados, Anna
Felicia ingresó con las benedictinas en el ©. Al profesar tomó el nombre
de María Fortunata. Las penosas circunstancias que marcaron el periodo
anterior de su vida le impidieron formarse adecuadamente. De modo que al
ingresar en el convento era una completa iletrada. No pudiendo ocuparse
de tareas litúrgicas en el coro, fue destinada a realizar labores
domésticas que llevaba a cabo con el firme anhelo de conquistar la
santidad. Fue la resolución que le condujo al convento y así lo expresó
al llegar: «quiero hacerme santa».
Era una mujer de palabra, porque es fácil comprometerse verbalmente,
pero hay que demostrar la autenticidad de lo expresado cada segundo del
día. Lo dice el refrán: «del dicho al hecho hay gran trecho». Ella no
olvidó nunca el objetivo que se había trazado.
Viviendo heroicamente el «ora et labora» benedictino,
iniciaba la jornada en las primeras horas de la madrugada para realizar
cada día y con el mismo marco, sin abandonar jamás la clausura, las
rutinarias tareas que tenía encomendadas. En su entorno ignoraban la
aridez que padecía esta humilde religiosa, obediente, amable, servicial,
sencilla y caritativa. Con una intensa vida de oración y silencio,
María Fortunata se postraba ante el Santísimo Sacramento, al que tenía
gran devoción, dando ejemplo de fidelidad y entrega. Fue agraciada con
los dones de milagros y de profecía. Dejaba traslucir la ternura de Dios
que se derrama sobre sus dilectos hijos, alumbrando ese camino que
recorren los que han encarnado en su vida las bienaventuranzas:
desprendimiento, limpieza de corazón, inocencia, mansedumbre, etc.
Dios no quiso que quien había pasado más de
setenta años en el anonimato, yaciera oculta en la sepultura común de la
clausura en la que fue enterrada, sin ningún honor y con cierta
precipitación, al advertir su muerte acaecida el 20 de noviembre de 1922
cuando contaba con 95 años. Había llegado a tan avanzada edad aquejada
por el reumatismo, y apresada en su lecho con ceguera, sordera y
parálisis. Como los milagros comenzaron a producirse ante la tumba,
trece años más tarde sus restos tuvieron que ser extraídos y enterrados
en la iglesia, a demanda del clamor popular. El 8 de octubre de 1967 fue
beatificada por Pablo VI quien ensalzó su edificante vida de
perfección.
in
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