«Eremita, conocido por sus extremas penitencias ofrecidas a Dios
con sentido purgante. Las inició llevado por el impacto de las sospechas
de dolo que recayeron sobre su ordenación sacerdotal, y en el que se
implicaron sus padres»
(ZENIT – Madrid).- Las fuentes que permiten conocer algo de
la vida de Domingo se encuentran en el Acta Sanctorum de san Pedro
Damián. Era un clérigo camaldulense, que eligió el apartado entorno de
la montaña para llevar una vida penitencial junto a otros ermitaños.
Ayuno, mortificaciones, silencio y trabajo fueron cadencias de una
oración que elevó a Dios sin desmayo con un sentido purgante que
abarcaba, junto a la aflicción por sí mismo, a los demás. Esto último es
de los pocos hechos a los que se puede dar credibilidad. Porque los
ascendentes de este santo están envueltos en elucubraciones; no vienen
fundamentadas; son intentos de fijar lo que en modo alguno puede ser
contrastado, y, por tanto, vanos. Así, como lugar de nacimiento de
Domingo se barajan Cagli, Cantiano, Luceoli… Nada se sabe de ello a
ciencia cierta. Es de suponer que pudo ver la luz en un lugar fronterizo
entre Las Marcas y la Umbría, escenario de su vida penitencial, a
finales del siglo X.
Por san Pedro Damián que, después del óbito del santo monje, se ocupó
de plasmar seguramente la parte que mejor conocía y que más le impactó
de él, sabemos de su excelso sentido el honor y la dignidad que marcó
toda su existencia al punto de consagrarse a extremas y severísimas
disciplinas expiando una falta que no cometió. El hecho se produjo
cuando tenía edad para ser ordenado sacerdote, y sus padres, que
aspiraban a conseguirle un futuro prometedor en la Iglesia, parece que
pusieron las bases nada menos que con un pecado de simonía para obtener
del obispo su ordenación sacerdotal mediante el obsequio de una piel de
cabra. Conmocionado por este hecho doloso, del que tuvo noticia después,
Domingo no consintió celebrar la santa misa, ni ejercer la misión
pastoral que le hubiera correspondido dada su condición sacerdotal
adquirida entre los años 1015 y 1020. Las dudas sobre su ordenación
efectuada sobre este presupuesto de barro pesaron como una losa sobre
él; al menos lo hizo la sospecha que recaía sobre el sacramento, o así
lo entendió. Y la única salida que vio fue purgar este pecado de los
suyos con un grado altísimo penitencial en la vida monástica.
En la región de Umbría se hallaba entonces un notable eremita, Juan
de Montefeltro, que presidía una comunidad de camaldulenses de Luceoli
formada por dieciocho monjes. Domingo fue a su encuentro y solicitó que
lo acogieran. Obtenida esta petición, durante un tiempo convivió con
ellos sin vacilar ante el rigor que se había impuesto. Extremado en la
austeridad y en las mortificaciones iba bastante más lejos que sus
compañeros, a los que debía satisfacer la ya de por sí severa existencia
que llevaban. Se revistió con una especie de cota (lóriga; de ahí el
sobrenombre de «lorigado») compuesta de hierro y puntas aceradas, de la
que nunca se desprendió excepto para aplicarse las disciplinas (azotes).
No es difícil imaginar lo que pudo suponer llevar tal cilicio durante
un cuarto de siglo, como hizo él. La flagelación era tan virulenta y
continua que mudó hasta el color natural de su piel, de tanto quedar
impregnada de sangre.
En torno a 1043 los dejó para unirse a los benedictinos del
monasterio de Fonte Avellana, dependiente de la diócesis de Gubbio. San
Pedro Damián, que estaba al frente del mismo en ese momento, pronto
quedó conmovido por la vehemencia de su oración, austeridad y dureza de
los castigos penales que se infligía. Y es que, además de vestir la
coraza, encadenaba sus miembros, y de esa guisa continuaba orando con
los brazos en cruz mientras recitaba el Salterio, con la única medida
que le permitía su resistencia, que no era poca. Así engarzaba muchas
veces las noches con el día. Sometido al ayuno, solo se alimentaba con
pan, agua y algunas hierbas, ya que si caía en sus manos otra clase de
alimentos los distribuía entre los enfermos y los pobres; ni siquiera se
permitía el mínimo descanso, y cuando lo hacía, vencido su aguante, por
lo general dormía sobre las rodillas. Pareciéndole poco los excesos que
realizaba, aún solicitaba a su confesor que le impusiera penitencia.
Era frecuente verle absorto en la contemplación, y siempre respondía con
concisión y rigor a las preguntas que le formulaban del tipo que
fueran. Estaba agraciado con el don de lágrimas, que vertía movido por
su intensa aflicción por sus pecados y los ajenos.
En 1049 Pedro Damián lo puso al frente de la ermita de la Santísima
Trinidad, erigida por él en Monte San Vicino (actual Apiro, Macerata).
Nunca presidió como prior el monasterio de santa María di Sitria, como
alguien ha sostenido. Lo que sí sucedió es que regresó a Fonte Avellana
por poco tiempo; breve fue también su permanencia en san Emiliano in
Congiuntoli. Así que se puede afirmar que prácticamente pasó el resto de
su vida en la Santísima Trinidad donde se hallaba el año 1059. Como era
previsible, la cruda reparación que llevaba a cabo, incluidos los
ayunos, le afectaron gravemente y murió el 14 de octubre de 1060,
justamente cuando sus hermanos se disponían a cantar la prima, después
de haber tenido la gracia de rezar junto ellos. A finales del año
siguiente Pedro Damián redactó la mencionada biografía por sugerencia
del pontífice Alejandro II. Entonces, la fama de santidad de Domingo, y
el impacto de sus durísimas penitencias y mortificaciones, llevadas en
el silencio oferente de una sencilla celda, habían atravesado los muros
del convento.
in
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