«Joven redentorista, pronto en el seguimiento, obediente, confiado
en la voluntad divina. Su vida está plagada de hechos extraordinarios,
bendecida con gracias sobrenaturales. Es protector de las embarazadas y
parturientas»
San Gerardo Mayela (Foto estampa redentoristas) |
(ZENIT – Madrid).- «¡Oh Dios mío, si pudiera convertir a
tantos pecadores cuantos son los granos de la arena del mar y de la
tierra, las frondas de los árboles, las hojas de los campos, los átomos
del aire, las estrellas del cielo, los rayos del sol y de la luna, todas
las criaturas de la tierra!»… era la oración que inundaba el corazón de
este insigne apóstol redentorista. Nació en Muro, Italia, el 6 de abril
de 1726. Sus padres eran pobres. Fue siempre un modelo de virtud. Sus
29 años de vida están plagados de hechos extraordinarios y
sobrenaturales que se hicieron manifiestos como algo natural antes de
tener uso de razón. A los 8 años cumplió su deseo de recibir la primera
comunión mediante un favor singular. Su llanto al serle negado el Pan
divino por razones de edad, fue recompensado con la presencia del
arcángel san Miguel que le concedió esa gracia.
Perdió a su padre con 12 años y comenzó a formarse como aprendiz
junto a un sastre bueno, pero uno de los empleados le infligió pésimos
tratos. Tres años más tarde, esta misma o mayor rudeza la halló junto al
prelado de Lacedogna, de difícil carácter, a quien sirvió hasta su
muerte en 1745. En este tiempo transcurrido con uno y otro nunca se
quejó; creyó estar cumpliendo la voluntad de Dios. Volvió a Muro y se
estableció como sastre viviendo con su madre y hermanas. Pero no le
compensó económicamente porque su generosidad no tenía fondo, y además
de repartir lo que ganaba entre su madre y los pobres, destinaba el
resto a misas para rescate de las almas del purgatorio. Sus jornadas
estaban presididas por la oración y severas disciplinas.
En 1749 la Misión Popular de los redentoristas llegó a
la localidad y pidió ser admitido en la Orden. Era de complexión débil y
parecía que no fuera a soportar el rigor de la regla; por eso, el padre
Cáfaro no lo acogió, para gozo de su madre que no quería verlo partir.
El religioso, al ver la insistencia del joven, aconsejó a la madre que
lo encerrara. Pero Gerardo se descolgó con una sábana por la ventana
dejando este mensaje en su habitación: «Voy a hacerme santo».
Cuando dio con los misioneros, pidió una oportunidad.
Si no valía, dijo, que lo echaran a la calle. Antes de enviarlo al
convento de Deliceto, el padre Cáfaro observó signos edificantes en él;
lo vio perfectamente adaptado a la vida de un peregrino, durmiendo en el
suelo, solícito en realizar lo que se le pedía. Así que viendo que
quizá podría soportar el rigor conventual, le abrió la puerta de la
comunidad. Eso sí, advirtiendo en una nota que le entregó para que la
mostrase al llegar: «Te envío a un hombre inútil». Un craso error, como
él mismo constataría al llegar a Deliceto para asumir la rectoría ese
mismo año de 1749.
Gerardo era un trabajador nato, admirable por su caridad y
generosidad. Sus gestos de desprendimiento, la disponibilidad para
ayudar a todos, su celo apostólico y tantas virtudes que se apreciaban
en él ponían de manifiesto que era un alma santa, llena de inocencia.
Era un gran asceta perseguido por el diablo y mimado por Dios, con quien
desde niño se había acostumbrado a mantener un diálogo familiar tal que
muchos de sus prodigios se producían en el contexto de situaciones
propiciadas por él como si fueran lo lógico. Con esa confianza rogó
ayuda a una imagen del Niño Jesús para recuperar las llaves de la casa
del prelado para el que trabajaba que se le cayeron al pozo. Y el Niño
Dios las extrajo del mismo. Y es solo un ejemplo.
Profesó en 1752. Fue siempre ejemplar modelo de
obediencia, caridad y humildad. Desarrolló con toda puntualidad labores
de jardinería, cocina, enfermería, carpintería, albañilería, sastrería y
también fue limosnero, aunque lo que le llenó de gozo fue actuar como
sacristán. Se quedaba extasiado ante el Santísimo Sacramento y meditaba
en la Pasión. Ésta le conmovía y quiso emularla antes de su ingreso en
el convento, para lo cual pidió a un amigo que lo azotara. Él mismo se
infligió penitencias en las que no faltaron los cilicios. Una vez,
orando ante el Sagrario, prisionero del amor divino, le oyeron decir
cándidamente: «Señor, déjame que me vaya, te ruego, pues tengo mucho que
hacer».
Una joven lo acusó ignominiosamente de haber faltado
contra la castidad con una virtuosa mujer. Y Gerardo, viviendo la regla
al pie de la letra, no se defendió. Con toda humildad aceptó las
disposiciones de san Alfonso María de Ligorio que incluyeron para él una
de las peores penitencias: quedar privado de la comunión. Dos meses más
tarde la acusadora confesó su culpa, y su fundador quedó más conmovido
aún por la virtud de Gerardo. Éste recibió numerosos dones
sobrenaturales: discernimiento de conciencias, profecía, ciencia infusa,
bilocación, dominio de los animales… Con firmeza, instando a muchos al
arrepentimiento y sincera conversión de sus pecados, que él conocía por
la gracia que se le dio de penetración de espíritus, logró numerosas
conversiones. Cuando le atribuían milagros que ciertamente había obrado,
recordaba: «Es fruto de la obediencia».
Añoró morir de una enfermedad contagiosa que lo
mantuviese desamparado de todos. En agosto de 1755, enfermo del pulmón,
sufrió una hemorragia y colocó este cartel sobre el dintel de su celda:
«Aquí se hace la voluntad de Dios, como Dios quiere y hasta cuando Él
quiera». Se le reveló la fecha de su muerte: el 8 de septiembre de ese
año. Pero momentáneamente surtió efecto la carta de su director
espiritual pidiéndole que sanase. Gerardo decía: «El día 8 había de
morir, pero lo impidió el P. Fochi». Sus sufrimientos duraron hasta la
madrugada del 16 de octubre. Antes vaticinó la hora exacta de su deceso,
que se produjo en la casa de Materdómini (Avellino), hallándose solo,
como deseaba, porque el hermano que le asistía había salido a tomar un
vaso de agua. Por equivocación del responsable de tocar la campana del
convento, que estaba imbuido por la emoción de la pérdida del santo, el
tañido fue de gloria, no de difuntos. León XIII lo beatificó en 1893.
Pío X lo canonizó el 11 de diciembre de 1904.
in
Sem comentários:
Enviar um comentário