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quinta-feira, 9 de julho de 2015

Dar, evangelizar, dejar actuar al Espíritu, «esa es nuestra revolución», proclama Francisco en Quito

Misa en el Parque del Bicentenario con 1 millón de fieles

El Papa ha explicado que la verdadera revolución es la del darse, la del amor y la de invocar al Espíritu Santo y dejarle obrar
Zenit 8 julio 2015

El tercer día del Santo Padre en Ecuador comenzó con un encuentro privado con los obispos del país, en el Parque del Bicentenario, poco antes de la misa.

Allí más de un millón de personas coreaban desde primeras horas de la mañana eslóganes como: "¡Francisco amigo, estoy haciendo lío!", "¡Te queremos, Francisco, te queremos!" y "¡Esta es la juventud del Papa!" 


Niños, jóvenes, familias, ancianos, enfermos… todos esperaban con alegría y entusiasmo la llegada del Pontífice para celebrar la eucaristía.


A las 10 de la mañana, Francisco empezó su recorrido de 4 kilómetros en el papamóvil, desde donde pudo saludar y bendecir a la alegre multitud. Cientos de banderas no solo ecuatorianas, sino también de otros países latinoamericanos, se alzaban ante el paso del Pontífice.


Al igual que este lunes en el Palacio Presidencial, unos grandes arreglos florales con 80.000 rosas donadas por los cultivadores, decoraban el altar desde donde el Papa ha celebrado la eucaristía.


El Pontífice llevaba una casulla con decoraciones típicas indígenas y la segunda lectura fue leída en lengua kichwa [quechua norteño, con 2,5 millones de hablantes entre Ecuador, Colombia y Perú, nota de ReL

 
Durante la homilía de la misa dedicada a la evangelización de los pueblos, y en la que han concelebrado 2.000 sacerdotes, el Papa ha indicado que la evangelización no consiste en hacer proselitismo, sino en atraer con nuestro testimonio a los alejados, en acercarse humildemente a aquellos que se sienten lejos de Dios y de la Iglesia, a los que son temerosos o a los indiferentes para decirles: “El Señor también te llama a ser parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor”.

La evangelización, aseguró el Papa, “puede ser vehículo de unidad de aspiraciones, sensibilidades, ilusiones y hasta de ciertas utopías”. Ha advertido además que es impensable “que brille la unidad si la mundanidad espiritual nos hace estar en guerra entre nosotros, en una búsqueda estéril de poder, prestigio, placer o seguridad económica”.


El Papa ha exhortado a los presentes a ser un testimonio de comunión fraterna que se vuelva resplandeciente. “Qué lindo sería que todos puedan admirar cómo nos cuidamos unos a otros”, ha observado Francisco.


“Darse” significa “dejar actuar en sí mismo toda la potencia del amor que es el Espíritu de Dios y así dar paso a su fuerza creadora”. Para concluir, ha asegurado que “ésto es evangelizar", “ésa es nuestra revolución, porque nuestra fe siempre es revolucionaria”, “ése es nuestro más profundo y constante grito”.

Al finalizar la misa,  Fausto Gabriel Trávez Trávez, ofm, arzobispo de Quito, y Presidente de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana, ha asegurado que “nuestro pueblo tiene hambre de Dios” y que “ necesitamos una palabra de esperanza que nos ayude a renovar la fe”. De este modo ha indicado que “sabemos que sus palabras están llenas de la acción del Espíritu Santo. Cuando Su Santidad nos habla -ha añadido- de misericordia, de amor, de ternura, de fraternidad nos muestra el mensaje claro del Evangelio que se actualiza, por acción del Espíritu Santo, en cada persona frente a las necesidades del mundo de hoy".
Homilía del Santo Padre Francisco en la celebración eucarística, dedicada al tema de la evangelización de los pueblos, en el Parque del Bicentenario de Quito.

La palabra de Dios nos invita a vivir la unidad para que el mundo crea. Me imagino ese susurro de Jesús en la última Cena como un grito en esta misa que celebramos en «El Parque del Bicentenario». Imaginémoslo juntos. El Bicentenario de aquel Grito de Independencia de Hispanoamérica. Ése fue un grito, nacido de la conciencia de la falta de libertades, de estar siendo exprimidos y saqueados, «sometidos a conveniencias circunstanciales de los poderosos de turno» (Evangelii gaudium, 213).

Quisiera que hoy los dos gritos concorden bajo el hermoso desafío de la evangelización. No desde palabras altisonantes, ni con términos complicados, sino que nazca de «la alegría del Evangelio», que «llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento» (Evangelii gaudium 1), de la conciencia aislada. Nosotros, aquí reunidos, todos juntos alrededor de la mesa con Jesús somos un grito, un clamor nacido de la convicción que su presencia nos impulsa a la unidad, «señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable» (Evangelii gaudium 14).

Jóvenes en oración en el Parque del Bicentenario esperan la llegada del Papa, con oración frente al frío
«Padre, que sean uno para que el mundo crea», así lo deseó mirando al cielo. A Jesús le brota este pedido en un contexto de envío: Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. En ese momento, el Señor está experimentando en carne propia lo peorcito de este mundo al que ama, aun así, con locura: intrigas, desconfianzas, traición, pero no esconde la cabeza, no se lamenta. También nosotros constatamos a diario que vivimos en un mundo lacerado por las guerras y la violencia. Sería superficial pensar que la división y el odio afectan sólo a las tensiones entre los países o los grupos sociales. En realidad, son manifestación de ese «difuso individualismo» que nos separa y nos enfrenta (cf. Evangelii gaudium, 99), de la herida del pecado en el corazón de las personas, cuyas consecuencias sufre también la sociedad y la creación entera. Precisamente, a este mundo desafiante, con sus egoísmos, Jesús nos envía, y nuestra respuesta no es hacernos los distraídos, argüir que no tenemos medios o que la realidad nos sobrepasa. Nuestra respuesta repite el clamor de Jesús y acepta la gracia y la tarea de la unidad.

A aquel grito de libertad prorrumpido hace poco más de 200 años no le faltó ni convicción ni fuerza, pero la historia nos cuenta que sólo fue contundente cuando dejó de lado los personalismos, el afán de liderazgos únicos, la falta de comprensión de otros procesos libertarios con características distintas pero no por eso antagónicas.

Y la evangelización puede ser vehículo de unidad de aspiraciones, sensibilidades, ilusiones y hasta de ciertas utopías. Claro que sí; eso creemos y gritamos. «Mientras en el mundo, especialmente en algunos países, reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los cristianos queremos insistir en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos “mutuamente a llevar las cargas”» (Evangelii gaudium 67). El anhelo de unidad supone la dulce y confortadora alegría de evangelizar, la convicción de tener un inmenso bien que comunicar, y que comunicándolo, se arraiga; y cualquier persona que haya vivido esta experiencia adquiere más sensibilidad para las necesidades de los demás (cf. Evangelii gaudium 9). De ahí, la necesidad de luchar por la inclusión a todos los niveles, evitando egoísmos, promoviendo la comunicación y el diálogo, incentivando la colaboración. Hay que confiar el corazón al compañero de camino sin recelos, sin desconfianzas. «Confiarse al otro es algo artesanal, la paz es algo artesanal» (Evangelii gaudium 244), es impensable que brille la unidad si la mundanidad espiritual nos hace estar en guerra entre nosotros, en una búsqueda estéril de poder, prestigio, placer o seguridad económica. Y esto a costa de los más pobres, de los más excluidos, de los más indefensos, de los que no pierdan su dignidad pese a que se la golpean todos los días. Esta unidad es ya una acción misionera «para que el mundo crea». La evangelización no consiste en hacer proselitismo, el proselitismo es una caricatura de la evangelización, sino en atraer con nuestro testimonio a los alejados, en acercarse humildemente a aquellos que se sienten lejos de Dios y de la Iglesia, acercarse a los que se sienten juzgados y condenados a priori por los que se sienten perfectos y puros, acercarnos a los que son temerosos o a los indiferentes para decirles: «El Señor también te llama a ser parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor» (Evangelii gaudium 113). Porque nuestro Dios nos respeta hasta en nuestras bajezas y en nuestro pecado.

Vista aérea de la multitud durante la misa con el Papa Francisco en el Parque del Bicentenario de Quito
Este llamamiento del Señor, con qué humildad y con qué respeto lo describe en el texto de la Apocalipsis. Estoy a la puerta y llamo, si quieres abrir, no fuerza, no hacer saltar la cerradura, simplemente toca el timbre, golpea suavemente y espera. Ese es nuestro Dios.

La misión de la Iglesia, como sacramento de la salvación, condice con su identidad como Pueblo en camino, con vocación de incorporar en su marcha a todas las naciones de la tierra. Cuanto más intensa es la comunión entre nosotros, tanto más se ve favorecida la misión (cf. Juan Pablo II, Pastores gregis, 22). Poner a la Iglesia en estado de misión nos pide recrear la comunión pues no se trata ya de una acción sólo hacia afuera... nos misionamos también hacia adentro y misionamos hacia afuera manifestándonos como una madre que sale al encuentro, una casa acogedora, una escuela permanente de comunión misionera» (Aparecida 370).

Este sueño de Jesús es posible porque nos ha consagrado, por «ellos me consagro a mí mismo, para que ellos también sean consagrados en la verdad» (Jn 17,19). La vida espiritual del evangelizador nace de esta verdad tan honda, que no se confunde con algunos momentos religiosos que brindan cierto alivio; Jesús nos consagra para suscitar un encuentro personal con Él, que alimenta el encuentro con los demás, el compromiso en el mundo, la pasión evangelizadora (Cf. Evangelii gaudium 78).

La intimidad de Dios, para nosotros incomprensible, se nos revela con imágenes que nos hablan de comunión, comunicación, donación, amor. Por eso la unión que pide Jesús no es uniformidad sino la «multiforme armonía que atrae» (Evangelii gaudium 117). La inmensa riqueza de lo variado, de lo múltiple que alcanza la unidad cada vez que hacemos memoria de aquel Jueves Santo, nos aleja de la tentación de propuestas unicistas, más cercanas a dictaduras, ideologías o sectarismos. La propuesta de Jesús es concreta, es concreta, no es una idea. Andad y haced lo mismo, le dice aquel que le preguntó quién es el prójimo, después de haber contado la parábola del buen samaritano. Andad y haced lo mismo. Tampoco la propuesta de Jesús es un arreglo hecho a nuestra medida, en el que nosotros ponemos las condiciones, elegimos los integrantes y excluimos a los demás. Esta religiosidad de élite. Jesús reza para que formemos parte de una gran familia, en la que Dios es nuestro Padre y todos nosotros somos hermanos. Nadie es excluido. Y esto no se fundamenta en tener los mismos gustos, las mismas inquietudes, los mismos talentos. Somos hermanos porque, por amor, Dios nos ha creado y nos ha destinado, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos (cf. Ef 1,5). Somos hermanos porque «Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama ¡Abba!, ¡Padre!» (Ga 4,6). Somos hermanos porque, justificados por la sangre de Cristo Jesús (cf. Rm 5,9), hemos pasado de la muerte a la vida haciéndonos «coherederos» de la promesa (cf. Ga 3,26-29; Rm 8, 17). Esa es la salvación que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia: formar parte del «nosotros» divino.

Nuestro grito, en este lugar que recuerda aquel primero de libertad, actualiza el de San Pablo: «¡Ay de mí si no evangelizo!» (1 Co 9,16). Es tan urgente y apremiante como el de aquellos deseos de independencia. Tiene una similar fascinación, el mismo fuego que atrae. Hermanos tengan los sentimientos de Jesús ¡Sean un testimonio de comunión fraterna que se vuelve resplandeciente!

Que lindo sería que todos puedan admirar cómo nos cuidamos unos a otros. Cómo mútuamente nos damos aliento y cómo nos acompañamos. El don de sí es el que establece la relación interpersonal que no se genera dando «cosas», sino dándose uno mismo. En cualquier donación se ofrece la propia persona. «Darse» significa dejar actuar en sí mismo toda la potencia del amor que es el Espíritu de Dios y así dar paso a su fuerza creadora. Y darse aún en los momentos más difícil, como aquel Jueves Santo de Jesús, donde él sabía cómo se tejían las traiciones y las intrigas pero siguió y se dio, se dio a nosotros mismos con su proyecto de salvación. Donándose el hombre vuelve a encontrarse a sí mismo con su verdadera identidad de hijo de Dios, semejante al Padre y, como él, dador de vida, hermano de Jesús, del cual da testimonio. Eso es evangelizar, ésa es nuestra revolución –porque nuestra fe siempre es revolucionaria–, ése es nuestro más profundo y constante grito.

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